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16 Octubre 2012
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Estuve leyendo esta interesante historia que me gustaría compartir acá, todos los créditos para el Sitio

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"Los obstáculos están para vencerlos"
Inscripción en la bajada a Puerto Yungay, final de la Ruta 7.

El lugar natural para comenzar el relato de este viaje es el comienzo, el inicio. Podría hablar de los preparativos, los motivos, los intereses, lo que esperábamos lograr. Evitémoslo: todo eso irá saliendo, como quien se sienta frente a la cocinilla a gas, la cara iluminada por la llama azul, a comer una sopa de sobre con fideos de letras, y cuenta algo que le pasó hace un tiempo atrás. Esto no fue hace un tiempo; llegué ayer. Denme tiempo para madurar los recuerdos y, como digo, todo irá saliendo.

Lo que sí puedo esbozar, para los que disfrutan de lo concreto, es lo siguiente.

De la idea a la partida no habrán pasado más de dos semanas y tanto. Camilo, dueño de una Suzuki V-Strom DL650, y el que les escribe, dueño de una fiel XR 250 R, decidimos viajar al sur de Chile, sin fintas poco varoniles como enviar las motos a Temuco en tren o algo así, sino rodar cada kilómetro que hubiera que rodar, y llegar... pues hasta donde llegáramos.

Este es el relato del viaje.

Y qué viaje: aquí tienen una representación visual de los 5400 km.


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Como es tradición entre los viajeros en moto, estuvimos hasta tarde la noche anterior trabajando en los preparativos. Camilo quiso instalar un cubre carter, para proteger el vulnerable motor, escape y filtro. Fuimos a comprar la plancha de aluminio y la varilla de acero inoxidable que yo necesitaría para las alforjas, y luego las llevamos a un lugar con máquinas hercúleas dobladoras. Más sobre eso en otro posteo, si recuerdo mencionarlo.

En fin; partimos tarde, como era de esperarse, a eso de las 15:00. No importaba: pararíamos donde nos diera la noche.

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Había sido un dolor de cabeza para Camilo colocar todo sobre la moto. Con la práctica el tema mejoró un poco, pero al cabo del viaje, los dos comprendimos el valor de los panniers, cajas de acero o aluminio que se montan simétricamente, desmontables y con cerradura.

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En el camino conocimos a dos Koreanos. Venían desde Colombia si mal no recuerdo. Quedamos impresionados por sus motos, por el largo de su viaje. Es raro: miro esta foto, y recuerdo la impresión que me causaron. Ahora, después de haber conocido a muchos más viajeros, la extensión de su viaje no me sorprende tanto, aunque el respeto sigue vigente.

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Y adelante, adelante.

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El viaducto del Malleco. Inaugurada en 1890. Los tramos diagonales fueron agregados después.

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Y cayó la noche, cerca de Talca. Antes de eso, paramos a dormir en un camping, el mismo donde Octanito pinchó su neumático delantero en el viaje a Talca hace dos años. Armamos las carpas, dormimos con calor.

Al día siguiente seguimos rumbo al sur, y tomamos la salida en Victoria hacia Curacautín. Se nos hizo de noche ahí, así que buscamos un hospedaje, una señora simpática a la entrada de la ciudad. Salimos a comer algo en la noche, y tuvimos nuestra primera experiencia con los precios altos y el servicio lento o inexistente.

A la mañana siguiente, cruzamos el Parque Nacional Conguillio, una extraña combinación de lagunas de aguas azules y transparentes, bosques milenarios, araucarias, y áridos parajes volcánicos producidos por el Volcán Llaima.

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Niños, al bajar de la moto, usen crema para el sol. Pongan particular atención a la parte superior de sus orejas, y no hagan como este idiota que sufrió durante un par de días cada vez que se colocaba el casco. No Camilo, yo.

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El circuito te lleva por caminos boscosos, con desvíos de vez en cuando al lago y lagunas varias.

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Pero ciertamente lo más notable, es esta laguna.

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Ven eso bajo el agua?

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Da hasta vértigo.

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Y abruptamente, bienvenidos a la Luna.

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Nos topamos con algunos viajeros alemanes, quienes estaban en un tour armado, con camioneta de soporte para el equipaje y todo. Habrán sido unos 15. Los volvimos a encontrar varias veces. Inicialmente, los envidié. Ahora, al final del viaje, no los envidio. Cruzar el mundo para hacer un viaje en moto, y tener que ajustarse a algún tipo de esquema? Que te lleven el equipaje? A su favor, diré que casi todos parecían de 50 años o más. Eso hace que tenga más sentido, particularmente si ya hicieron un viaje con todo a cuestas.

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La autofoto obligatoria.

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Y después, seguimos, seguimos, con la idea de llegar a Pucón.

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Por ahí quién les escribe tomó un camino equivocado, y terminamos haciendo una buena cantidad de km extras, rodeando el lago Colico.

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Pero bueno, todo sea por las buenas fotos.

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Una cosa que no he mencionado, pero que es importante considerar: Camilo no tenía experiencia en caminos de tierra. Preocupado por caidas, llantazos y la suspensión, su ritmo era bastante lento. Nos apuraba el avance del día, y que se nos hiciera de noche en los caminos de tierra.

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Al final llegamos a Pucón. Cabañas, Cabañas, Cabañas, Cabañas. Tuvimos que andar un buen rato antes de dar con un camping. 10 lucas el sitio, pero estábamos cansados. Esa noche Camilo salió al Casino, quedó asqueado por los mocosos de malos modales que asistían en masa, y yo volví al camping. No lo encontré. Hacía frío, era tarde. Habré cubierto el tramo entre Villarica y Pucón unas 5 veces o más, un tramo no despreciable de unas decenas de km. Terminé por preguntarle al cuidador de un camping similar al de nosotros. No tenía idea.

Finalmente lo encontré, y me tiré a dormir, cansado. A la mañana siguiente, Camilo me dijo que, al volver, había dado unas 4 o 5 vueltas, buscando el camping, y que había parado a preguntarle al cuidador de un camping similar al de nosotros. Probablemente fue la noche más interesante del verano para ese hombre.
 

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A pesar de haberme acostado tarde, desperté temprano. La carpa no estaba iluminada por el sol. Se escuchaba un ruido suave, constante, casi como el ruido blanco de una tele sin señal. Estaba quedándome dormido nuevamente, cuando entendí qué era el ruido. Lluvia. Eso implicaba que tendríamos que desarmar todo y empacar bajo la lluvia.

Eso hicimos, y fue bastante desagradable. En el montón de cosas que teníamos sobre y bajo la mesa del sitio de camping, que permanecía uno de los pocos lugares más secos del entorno, habrá estado mi colchoneta semi-inflable. Regalo de navidad, se inflaba solo, gracias a la espuma en su interior, hasta alcanzar unos 3 cm de grosor. Unos días después, descubrí que lo había perdido, seguramente colgado del árbol o bajo la mesa.

Mojados e incómodos con los trajes de lluvia, partimos. No queríamos saber nada del entorno, de los desvíos: queríamos llegar lo antes posible.

Y así lo hicimos. Parando en estaciones de servicio de vez en cuando, para cargar combustible o comer algo. En una de esas paradas, los dos con los trajes de lluvia a medio colocar, algún incauto le preguntó a camilo si acaso eramos repartidores.

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Y se hizo de noche.

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Llegamos tarde a Puerto Montt, y no quedamos muy fascinados con lo que alcanzamos a ver de la ciudad. Elegimos quedarnos en un hotel (Millahue), para poder secar las cosas. Llovía todavía.

A la mañana siguiente fuimos al Easy, a comprar algunas cosas necesarias. Yo me había llevado la desagradable sorpresa de que mis galochas impermeables, necesarias para complementar el largo de las botas, habían sufrido una crisis existencial, y ya no eran impermeables. Al parecer, la capa impermeable se deshizo en algunas partes.

Decidí comprar unos metros de polietileno, pegamento de contacto transparente, cinta 3M doble faz para exteriores. Tenía pensado extender el largo de los pantalones de lluvia, dado que se subían al montar la moto. Camilo compró guantes de cocina (sí, de esos amarillos), porque sus guantes se empapaban.

Antes de dejar la habitación, noté que el techo del edificio de al lado había sido usado para una extraña tarea de re-decoración.

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Partimos bajo la lluvia hacia Hornopirén. Por fin comenzaba el Camino Longitudinal Austral, la Ruta 7. No sabíamos qué esperar: barro, hoyos, calamina, piedras gigantes.

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Luego de unos 60 km llegamos a Caleta La Arena, donde tomaríamos la primera barcaza. La cola era larga, pero nos dirigimos directamente a la rampa. Ahí compramos unas ricas empanadas (las últimas por un bueeeeen tiempo), las que no alcanzamos a terminar antes de que llegara El Trauco.

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Llovía.

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La barcaza se movía bastante, y con las motos cargadas, había riesgo de que se cayeran, particularmente la mía. Al lado, un gran camión, que se mecía sobre su suspensión con cada vaivén.

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Al otro lado, unos 50 km de camino hasta Hornopirén.

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No se ve muy bien, pero al fondo, una pared de Nalcas, esas plantas con las hojas gigantes que nos acompañaron en las partes de mayor vegetación.

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No lo sabíamos en ese momento, pero ese tramo era un ejemplo de lo que sería una buena parte de la Carretera Austral. Los miedos por el barro resultaron ser infundados, y aunque algunos tramos eran más difíciles que otros, en ninguna parte hubo complicaciones serias (dejando de lado, claro, la gravilla suelta con viento fuerte, miedo de todo motociclista).

El mayor peligro lo constituían los otros vehículos, y eso fue una constante en todo el viaje. En muchos tramos, el camino no tiene el ancho suficiente para el paso relajado de dos vehículos, y ustedes saben lo que eso significa para una moto.

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A veces el camino sí tenía el ancho suficiente, pero los costados estaban cubiertos de gravilla, y a veces, derechamente piedras sueltas.

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En Hornopirén, llovía.

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Llegamos a la oficina de Naviera Autral, pero estaban cerrados por colación. Había mucha gente estacionada, gente parada, gente esperando que abrieran. Salió un tipo joven, y por la forma que lo miraban, seguramente trabajaba ahí. Una gringa le hizo una pregunta, y le comenzó a responder en inglés. Yo me metí, hablando también en inglés, y cuando ya no pudo entender lo que le decía, pasé al castellano, cosa que lo sorprendió, y a los demás. El problema era que, si bien yo no era rubia, por lo menos antes había sido gringo, y viendo que ahora era un mero "chileno", no me dio más bola, no respondió mis preguntas, se dio media vuelta, y se fue. Un primer bocado de lo que más tarde aprenderíamos era el modus operandi de la Naviera Austral.

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No habían pasajes para viajar ese día, y había gente que tendría que esperar tres o cuatro días para poder viajar. Por suerte logramos obtener algo para el día siguiente.

Esa noche recorrimos las ferreterías de Hornopirén buscando una llave Allen de 12 mm. Camilo lo necesitaba para poder sacar la rueda delantera, en caso de pinchazo. Dimos con lo que tiene que ser la ferretería mejor equipada de pueblo que hemos visto jamás. Piolas de bicicleta, cadenas, dados, clavos, pegamentos, lubricantes, marcos para placas patentes, rollos de alambre, malla, había relamente de todo. Y Camilo encontró un set de llaves Allen, que incluían la que buscaba él. Bien simpático el tipo que atendía, además.

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Abro los ojos otra vez y apago definitivamente la alarma del celular.

El ronroneo constante de la pequeña estufa a gas, el aire frío y las dos frazadas en mi cama no son algo que normalmente requiera en Febrero. Afuera llueve levemente. En cualquier objeto que pase por gancho (como las varillas de las cortinas), hay por lo menos dos cosas húmedas colgadas, secándose. Camilo duerme todavía. Corro unos cm de cortina y miro hacia afuera. Ahí están las motos: empapadas, con restos de barro y arena. Si sigo el angosto camino con la mirada, al fondo, sobre arbustos y árboles, están las negras siluetas de los cerros, cubiertos en densa vegetación.

En ese momento se abren levemente las nubes. Al cuarto entra un poco más de luz; una que otra sombra se vuelve más nítida. En las motos, las gotas alcanzan a relucir. Y sin más, se cierran otra vez las nubes. Presiento que será el único pedazo de sol que veré en todo el día.


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Aprovechando que tenía la moto descargada, partí a dar una vuelta.

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Después de la lluvia, sol.

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Tomé un camino hacia el Parque Nacional Hornopirén, pasando por Chaqueihua. El camino terminó frente a un aserradero, y más adelante, un lugar con toda la apariencia de ser propiedad privada, aunque al parecer era la entrada al parque. Mi intención de llegar al Lago General Pinto Concha se vio frustrada.

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En el aserradero me contaron de otro camino, que llegaba hasta otro lago. El camino era difícil, pero en moto se podía. Y partí.

Efectivamente: el camino era para vehículos 4x4. Piedras grandes volcánicas y una superficie irregular hacían que la subida fuera difícil, pero muy, muy entretenida.

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Subiendo por el camino, pasando por pozas de agua que llegaban hasta la mitad del motor, dándole duro sobre rocas descaradamente filudas y deformes, llegué a un tramo prácticamente imposible de hacer sin llevar ya velocidad (no olvidar la diferencia fundamental entre pasar un obstáculo usando tu inercia, versus la fuerza del motor, particularmente en una subida empinada). Perdí velocidad, y casi me voy hacia el lado, en una de esas casi caídas a 0 km/h. Las galochas Polo que me puse (por si llovía, y para no mojar mis jeans para el resto del viaje ese día) quedaron en muy mal estado luego de las patadas y resbalones sobre rocas volcánicas. Con la ayuda de un hombre que apareció de la nada, logré empujar la moto sobre el obstáculo, y seguir. Empapado de sudor (porque vestía también los pantalones del traje de lluvia), seguí.

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Luego de más pozas, barro y todo lo demás, decidí parar. El camino se había hecho ridículamente empinado e irregular, al punto que no sabía si podría volver sin problemas. La visita al lago Cabrera quedaría para otro día.

La bajada resultó ser más fácil que la subida, e igual de entretenida. Esta es la casa del hombre que me ayudó.

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Y esta es la subida difícil. El horizonte se encuentra más o menos a la altura de las piedras entre los tablones anchos en diagonal, en el tercio inferior de la foto.

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Empapado por sudor, cubierto en barro, arena volcánica y hojas muertas, llegué a la cabaña, donde Camilo estaba tomando sol o algo igualmente fifí. Él partió a reservar puesto en la cola para la barcaza, y yo me cambié, y empaqué mis cosas. Me puse los pantalones térmicos que compré en Código33, en vez de los jeans, y la chaqueta, sin polera, la cual dejé sobre el equipaje en la moto, para que se secara.

Nos embarcamos sin problemas, y ataron las motos con amarras. Cuando todos estábamos a bordo, una familia discutía con la tripulación. "Tenemos reserva, pasaje comprado con la placa del vehículo, es para hoy, y ustedes no nos están dejando subir". La respuesta del encargado era simplemente que les convenía bajarse ahora de la barcaza, porque iban a subir la rampa de acceso. Y con eso, con la subida de la rampa, cortaron toda discusión. Un caballero me comentó, al observar todo esto, que tal escena se repetía habitualmente. "No, si esto pasa siempre. Es un descaro". Viva la Naviera Austral.
 

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Se izó la rampa de acceso a la barcaza, y lentamente fuimos retrocediendo de Hornopirén. Las motos estaban en una esquina, espacio muerto que por suerte pudimos aprovechar. El mar estaba tranquilo.

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El clima, agradable, aunque en cubierta, el viento enfriaba todo lo que no estuviera cubierto. Véase el único uso que se le dio al gorro de Camilo en todo el viaje.

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Zumbido profundo y monótono de los motores de la barcaza. Estoy en el nivel más alto, cerca de la rejilla de aire caliente que proviene de la sala de máquinas. Tanto frío no hace, y mi chaqueta abriga bastante. Hace una hora dejamos atrás la Caleta Ayacara, donde el transbordador hace una parada los jueves. Ni señal de las toninas, los delfines que a veces acompañan a las embarcaciones por aquí.

Algunos conversan, otros duermen. Somos unas 30 personas, quizás más, si se cuentan a los que todavía permanecen en sus vehículos. Ah, y una oveja, claro. La subieron en Caleta Ayacara, tirando y empujando, y se meó en señal de protesta.

Me sorprende la cantidad de casas que hay al sur de C.A. Km y km de ribera, y cada 100, 200 metros, una casa, dos, a veces una iglesia. Detrás, los cerros, cubiertos de árboles y, más allá, nubes, y un cielo a ratos azul.

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Otro ducto de ventilación, en la popa, nivel medio. El sol a 30 minutos de ponerse. Siento el calor del sol, el aire caliente, y el reflejo en la superficie del agua. Di muchas vueltas buscando a la oveja. Tienen un lugar especial?

El óxido y la pintura gruesa que lo resiste. Objetos y dispositivos tan macizos que el óxido, si aparece, no es una preocupación. En fin. Al frente mio, un metalero, vestido de polerón con capucha, de Morbid Angel. Toca distraídamente en una batería imaginaria, formada por sus muslos, rodillas y pies. El aire caliente, permanente ruido de los motores y el sonido del agua, da sueño.

Llegaremos tarde a Caleta Gonzalo; será necesario pasar la noche ahí.

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Efectivamente, fue necesario. Caleta Gonzalo se encuentra dentro del controversial Parque Pumalin. Lo primero que se nota al llegar, son los edificios: centro de información, cafetería, etc. Realizados en madera, bien terminados, con un aire de haber salido de la ahora-difunta tienda Nativa, o algún otro lugar donde se venden artículos pseudo-orientales y cachibaches en maderas perfumadas. Nos informaron que habían dos camping. Uno a 500 metros, a 1500 por persona, y otro a unos km, bastante más caro. O le damos simplemente hasta Chaitén? No, mejor acampar. Nos dirigimos al estacionamiento del primero, y notamos una DR650 al lado de la entrada. La cadena parecía un fideo cocinado, y tenía una especie de parrilla/montaje para panniers hecho en varas de fierro de construcción, según recuerdo. Y todo pintado, al parecer, en pintura en spray negra Marson, o algo así. A pesar de estos detalles, lucía un cerrojo en U, además de un no-barato candado de disco con alarma, marca Xena. Una contradicción interesante.

La entrada era angosta. Parecía boca de lobo. Oscura, bajo los árboles, no se veía nada. Ya era de noche. Yo entré y me encontré con un camino entre los árboles. El camino a ratos iba sobre la tierra, a ratos sobre una pasarela de madera bien construida. A unos 30 cm del suelo, cada tantos metros, lucecitas muy top, como las que alguna gente tiene en su jardín. Esto no era como los camping que conozco yo.

Más adelante, un atochamiento humano. Ciclistas y mochileros en la vía angosta, y dos tipos en casacas y gorros cobrando la entrada antes de que la gente se subiera al puente colgante (que sólo soportaba 3 personas).

Pasamos el puente, cargados hasta más no poder, para no dejar nada solo en el estacionamiento. Y al otro lado... sorpresa. Parecía un jardín de alguna casa acomodada de Santiago: caminitos de piedras, pasto prolijamente cortado por todas partes, pequeñas agrupaciones de plantas, dispuestas seguramente según el Feng Shui. A la entrada, grandes paneles hechos en madera tallada, con letras etno, aclarando la naturaleza privada del parque, y cosas por el estilo.

Armamos las carpas, y fuimos al área común de cocina, unos quinchos con mesas. Ahí Camilo había encontrado ya al único con chaqueta de moto, y comenzamos a conversar. Nicolás resultó haber trabajado en la misma empresa que Camilo. Nos contó que la parrilla de la moto tuvo un comienzo más digno, al momento de idearla. Incluso había intentado realizarla con Alejandro Muñoz, pero no fue posible, por el corto plazo. Tuvo que llevarla al primero que pudiera armarla soldando. Si no me equivoco, la llevó a Lifan, en calle Lira. Con eso, todo me quedó claro. Contaba que estaba mal armada, al lote, y que al caer la hora de cierre, todavía no estaba terminada. Se la llevó así como estaba, y la pintura fue una medida de último recurso contra el óxido. En lo que llevaba del viaje (venía ya de vuelta, luego de haber llegado a Caleta Tortel), se había roto varias veces.

Esa noche descubrí la pérdida de mi colchoneta. Hacía mucho frío. Tuve que usar la piel de oveja para aislarme del piso, y sólo servía para mi espalda. Pasé tanto frío, que tomé un par de tragos de una petaca de pisco que tenía por ahí. Ayudó algo.

A la mañana siguiente, algo de sol!

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Chaitén estaba cerca, así que no nos detendríamos ahí.


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Ventisqueros!

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Si no me equivoco, es el Puente Yelcho, inaugurado a fines de 1990. Antes de eso, se cruzaba en una balsa de Vialidad.

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El ventisquero Yelcho.

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Posiblemente Villa Santa Lucía.

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Di la vuelta a una curva, y ahí estaba Camilo, conversando con otro motociclista. Así fue como conocimos a Tom Paprocki, de Wisconsin (www.themanifestdestiny.org). Se había venido desde allá en la KLR, llamada "El Jugoso".

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Sin duda, mi sticker favorito es el de "Chofer Mimoso".

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Él andaba más lento que nosotros, por estar solo, pero más importante, por haber tenido un accidente serio en Bolivia, culpa de un camión, que dejó a su compañero de viaje en un hospital en USA.

Paréntesis, me encanta el cartel con el camión subiendo una pendiente ridículamente empinada. Seguramente no les quedaban carteles de camiones en subida, y giraron un camión en bajada.

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Notamos que el protector de carter que habíamos fabricado también servía para proteger al motor de este "chantazo" de caca de vaca.

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En La Junta tomamos una cabaña para los tres, cocinamos fideos, y nos hicimos amigos de Tom.

Existe un supermercado sorprendentemente abastecido en La Junta. Es el único punto con pago por Redcompra y tarjetas de crédito en kilómetros a la redonda, es también una estación de servicio Copec, y el supermercado tiene absolutamente de todo, además de internet, cámara de vigilancia, sistema de cajas con PC, frutas, quesos, de todo. Y afuera, música "ambiental", que parece ser exclusivamente un CD de la Oreja de Van Gogh.

Una cosa interesante que encontré en el website de Vialidad.cl:

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Es La Junta en 1981, con 40 viviendas. Y hoy:
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Les recomiendo que exploren el sitio de Vialidad; hay registros fotográficos de los distintos tramos del Camino Longitudinal Austral, y va acompañado de información interesante.

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Unas últimas palabras sobre las lanchas. Piensen en las que han visto a lo largo de sus vidas: acaso la gran mayoría no yacen olvidadas en garajes y patios? Para mi, son esculturas que nos recuerdan que no toda compra de un padre de familia es sabia, o bien considerada. Pero bueh. Quizás algún día, esa lancha verá el agua nuevamente.
 

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De La Junta partimos a la hora usual, alrededor del mediodía, y avanzamos hasta Puyuhuapi, donde cargamos bencina con un caballero malhumorado. Camilo hizo algunas preguntas en el centro de informaciones turísticas, mientras yo miraba las cosas en las paredes. Dibujos infantiles celebrando el turismo, la fundación de Puyuhuapi, una reproducción de una entrevista que se hizo a uno de los últimos sobrevivientes de los colonos originales.

Eran tres, venían del Sudetenland, buscando nuevas oportunidades. En algún momento se instaló una fábrica de alfombras. Un poco bizarro, pero bueh.

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Una vista del Canal Puyuhuapi.


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Del Parque Nacional Queulat me queda el recuerdo de vegetación densa, húmeda, montañas verdes de picos nevados, algo así como el entorno de Machu Picchu. Y en el medio, el Ventisquero Colgante. Hay unos tres senderos, el más largo será de un par de horas en total. Mientras más largo es el sendero, mejor es la vista, según el guardabosque. Nosotros nos contentamos con el de 10 minutos.

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La pasarela que lleva al camino más largo.

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Camilo y Tom.

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Más árboles muertos.


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En la bajada a otra cascada en el Parque Queulat.

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Aquí, la vista opuesta a la ladera del cerro, por donde sube una cuesta de muchas vueltas.

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Y más adelante:

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Ah, sí. La Piedra el Gato. Por debajo del puente, se ve todavía el camino original, un tramo pesadillezco, de pocos metros de ancho.

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Otras fotos del interesante sitio de Vialidad.cl, que muestra el inicio de los trabajos en Piedra El Gato en 1979. Originalmente, la intención era hacer un semi-túnel.

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La calidad de la roca determinó que la alternativa a elegir fuera un corte abierto. Se observan los trabajos en la parte más alta del corte. La altura del corte fué de 120 metros y en una longitud de 200 metros. Los trabajos presentaron gran riesgo para los trabajadores; hubo una pérdida de 4 vidas humanas.
Fuente: Vialidad.cl
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En el puente paramos para esperar a Tom. Teníamos hambre. Camilo tenía uno de esos gel raros para alimentarse, creo que se llamaba Power Gel. Declaró que era asqueroso. Decidí probarlo. Era como un yoghurt concentrado de plátano o algo. No estaba mal. Antes de regalármelo, Camilo comió un poco más de la pasta, y tuvo arcadas. "Tan malo lo encuentras?" le pregunté. "No, es que tiene gusto a leche, y soy intolerante a la lactosa". Hm...

Más adelante, árboles muertos.

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Esperando a Tom.

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Eventualmente llegamos a este interesante cartel.

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Justo en la bifurcación hacia Coyhaique y Puerto Aysén, se asomaron unas rosadas nubes de atardecer hacia el oeste. Me imaginé un puerto, con caletas de pescadores, gaviotas, un atardecer hermoso en el mar, un descanso de las nubes, algún plato de pescado barato, y una cama abrigada. Propuse ir a Puerto Aysén en vez de Coyhaique, y para allá partimos.

Llegamos a un pueblo nublado, feo, con tráfico, semáforos, y sin mar. Un frío horrible y un puente grande sobre un río, y nada de mar. Dimos vueltas buscando alojamiento, y nada. Dimos finalmente con este lugar.

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Por preocupación por las motos, nos ofrecieron el cobertizo, donde guardaban madera. El problema era que tenía un travesaño a ras de suelo que haría imposible la pasada de la V-Strom. Mientras Camilo y yo intentábamos meter la V-Strom, Tom fue acosado por un borracho que le habló de dios y cosas similares, si mal no recuerdo. Luego de mucho hueveo, y paciencia por parte de la familia del hospedaje, decidimos dejar las motos afuera. El suelo estaba húmedo y suave, y nos enfrentamos al problema que tuvimos en cada ocasión que queríamos bajarnos de las motos: encontrar una piedra o un palo para poner debajo de la pata de la moto, para que no se hunda. Dejé mi moto temporalmente sin nada, descargué algunas cosas, y creo que ayudé a buscar cosas para las otras dos motos. Cuando estaba dado vuelta, mi moto cayó sobre la de Tom, la que se fue contra el cobertizo metálico, con un ruido tremendo. Resultado: Se rompió mi espejo nuevo, nuevo del choque. Maldita sea.

Salimos a buscar comida, la señora nos previno contra la gran cantidad de ebrios que había en la ciudad. Además, había un recital de Lucybell, el que había terminado para cuando nos lanzamos a las calles.

Terminamos comiendo en el Dinas, con una cantidad alarmante de hombres solitarios en sus mesas chicas, amamantándose de grandes vasos de cerveza.

El menú, muy top, venía en inglés y castellano. Nos dimos cuenta, llorando de la risa, que habían metido el menú en castellano a algún traductor online, y habían puesto el resultado tal cual en la sección en inglés. Luego, lo mandaron a imprimir a colores, todo muy elegante, y a plastificar. Un lomo a lo pobre se convirtió en "to the poor one", para picar fue "in order to itch"... la mesera y los demás no entendían a este trío de gringos riéndose histéricamente...
 

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Tom finalmente encontró una manera de cambiar dinero en Puerto Aysén (una historia salida de The Big Lebowsky, casi) y trajo desayuno al hospedaje. Comimos sanamente, y partimos, no sin antes dejar una franja de caca de perro sobre mi asiento al pasar mi bota sobre ella.

El camino entre Puerto Aysén y Coyhaique se vuelve más atractivo a medida que se avanza.

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Con viento, dimos la vuelta a una curva, y nos encontramos con estas hermosuras:

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Paramos. Yo, por lo menos, maravillado. Y desde el mirador, Coyhaique. Es raro: las fotos no le hacen justicia a cómo se ve la ciudad de lejos.

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Llegamos a la ciudad, y pasamos a la oficina de informaciones turísticas. Después, encontramos hospedaje en calle Simpson, por ahí por la altura del 500.

El lugar, suficientemente agradable. Sobre la dueña... ay dios, dónde comenzar. Nos abre la puerta la madre de He-Man. Su hijo heredó su corte de pelo, pero no la papada, el ancho descomunal, ni el gusto por el rimmel aplicado con espátula de albañil. He-Man tampoco heredó la voz rasposa ni el hábito de hablar con la cabeza tirada hacia atrás. Sobre el antisemitismo, queda la duda, ya que no recuerdo a ningún israelí en la serie infantil.

Con ella no tuvimos muchos problemas, salvo el de la explicación clara y detallada de que en un lugar donde se ha convenido un precio reducido, no corresponde a los buenos modales pedir una toalla, y cosas por el estilo. No, la sacamos barata, básicamente por no venir de un polvoriento país llamado Israel.

Esto lo dedujimos al escuchar cómo la señora hablaba con ellos. Cuando llegaron, pidieron conocer el cuarto de arriba, donde dormiría uno de ellos, quizás una de las dos chicas. Subió ella, y luego, otro chico. Puso grito en el cielo: "UNO sólo sube, no más de UUUUUNO!". Le explicaron en español precario que era porque quería ver dónde dormiría. A regañadientes aceptó. Luego hablaron sobre otro tema, y Camilo alcanzó a escuchar que la señora les decía "Ya, no te hagai el weón, si yo se que me entendís".

Más tarde escuchamos (a través de la puerta cerrada) cómo les daba cátedra sobre lo inapropiado de dejar calcetines secando en la ducha, ya que no era una lavandería. Y así.

Descargamos las cosas, y nos fuimos a visitar la Reserva Nacional Coyhaique, un parque absolutamente imperdible, y muy cerca a la ciudad.

Antes, un desvío para que Tom pudiera satisfacer su fetiche de puentes colgantes.

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Y subimos, con la tradicional artimaña de poner a Tom entre los dos, con el casco puesto, mientras yo negociaba las entradas con el guardaparque, para que nuestro amigo no tuviera que pagar el doble o más por ser extranjero.

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Hermosa ciudad.

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Subiendo por el camino de acceso, noté un tramo de goteo de aceite. Más adelante, se hizo más intenso. Y en cierto punto, parecía un manguereo de aceite. Adelante de nosotros, una casa rodante subiendo lentamente. Lo adelanté apenas pude, y le señalé para que parara. Le dije que estaba perdiendo aceite. Al agacharme para mirar, del motor seguían saliendo salpicones de aceite, y humo blanco. Bajé para dar aviso al guardaparque, y de paso fui hasta la carretera para ver si encontraba el tapón de aceite, que nunca encontré, obviamente. Lástima ver como un motorista se enfrenta al hecho de que posiblemente fundió el motor.

Existen varias lagunas con senderos que los rodean. Tomamos uno de los caminos, a pie. Pasamos algunas personas acampando, cerca del comienzo del sendero, en las zonas establecidas para ello. Más adelante, nos perdimos entre árboles, arbustos, juncos, pasto.

Y, en medio de todo, una lata de cerveza. Qué feo. Malditos chantas, no es posible escaparse de ellos.

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Dimos la vuelta a un matorral, siguiendo el camino, y...

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Ah. Eso explicaría la lata. Linda quemadura de raja vas a tener, amigo.

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Resina.

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Seguimos, y el entorno pasó a ser un bosque cerrado, con caminos laterales de unos 100 m, que iban desvaneciendo gradualmente, hasta dejarte en medio del bosque. Hermoso.

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Y salimos al atardecer.

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Tom tuvo la brillante idea de averiguar dónde había una cervecería artesanal, y le indicaron que existía una: Cerveza D'Olbek.

Pasamos, y nos dieron un tour del proceso, y mientras conversábamos, aparecían más integrantes de la familia. Quieren probar un poco? Pues dale! Un vaso no despreciable, directo del depósito, frío y agradable. Otro vaso más? Dale!

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Nos fuimos contentos, y muy agradados por la visita. Si ven cerveza D'Olbek por ahí, pruebenla. A Santiago llega sólo por pedido, cajas de 16. Quizás con Camilo compremos una, cuando nos baje la nostalgia. Yo me traje una botella desde Coyhaique hasta Santiago en las alforjas. La etiqueta parcialmente erosionada por la vibración y fricción, pero unas horas en el freezer y estaba como salida del tonel.

Salimos a comer, y... pues otro Dinas. Menos ebrios solitarios esta vez.

A la mañana siguiente me quería duchar. Tom se tuvo que duchar con agua fría, porque aún cuando le preguntó por la ventanita del baño a la señora si acaso había un problema con el agua caliente, recibió cátedra sobre el funcionamiento perfecto del agua caliente en su casa, y que habría que ser muy poco astuto para no saber que abriendo la llave de la derecha se obtiene agua caliente. Yo me adelanté a los hechos, y toqué la puerta de la cocina, la que permanecía permanentemente cerrada. Emergió la bestia. "Disculpe, pero pareciera no haber más agua caliente. Es un estanque o...". Ah, el poder de la elipsis y la mirada fija. "No, es un calefon, lo apagué yo.". Actuando sorprendido, le pregunto: "Y por qué lo apagó?". Su cara se desfigura bajo las múltiples capas de rimmel, sombra y brillantina plateada y adopta una expresión de complicidad. A través de la puerta de la cocina, la cual le ha servido hasta el momento de barrera visual contra los israelíes, quienes terminan su desayuno en el comedor, gesticula con el pulgar. "Lo apagué por ellos!". Y yo: "Y por qué por ellos?", pregunto. "Porque son israelíes!", con todo el ademán de quien acaba de sentenciar la última frase de un razonamiento impecable, perfecto. "Son tan pesados!".

Ah, y era mi cumpleaños, además de un día de sol hermoso.

Salimos a recorrer lo que está al sur oeste de Coyhaique: Valle Simpson, Lago La Paloma y alrededores.

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Pasamos a un lugar con un cartel que anunciaba la venta de quesos. Cantalicio Millar y Juana Navarro eran sus nombres, y los quesos los hacían ahí mismo, con ayuda de baldes de pintura perforadas. Estaban acostumbrados a vender quesos enteros, pero Tom no quería uno entero. Entre las deliberaciones sobre el corte, el costo y demases, el Sr Millar dijo "Ya, se lo regalo, lléveselo", y le pasó la mitad de un queso que tenían de muestra. Fue una mezcla entre hastío por las complicaciones y generosidad. Eso sí, el queso era rico.

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La idea era ir al Lago La Paloma primero, y luego al lago Elizalde.

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En el camino, esta casona, con la cascada detrás.

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El lago La Paloma es un lugar bastante especial. Aguas transparentes, encajonado entre cerros altos. Esos fardos son de lana recién esquilada de oveja. Un tipo en una lancha las traía de a cuatro, cinco, en viajes desde otro punto en el lago.

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Camilo decide bañarse. Tom y yo decidimos tirarle piedras al agua alrededor de él, para salpicarlo, ya que no pasó de meter las rodillas al agua.

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Mientras Camilo y Tom compartían un momento especial juntos, tirando piedras al lago durante media hora (sí, a mi también me cuesta pensarlo. Quién tira piedras a un lago durantemedia hora? A la mañana siguiente se quejaban de que les dolía el brazo. Hm...), yo me escapé a conocer otro lago, a través de un portón que quedaba un poco antes del Lago La Paloma. El camino daba una vista buena del lugar donde había estado hace poco.

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El lago resultó no ser tan interesante, y seguí, hasta que consideré que me había alejado lo suficiente.

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Y nos encaminamos al lago Elizalde.

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Fue entonces cuando Camilo pinchó su neumático trasero. Nos detuvimos, insertamos el tarugo de goma del kit de reparación, y partió, con vistas a volver a Coyhaique para reparar apropiadamente el neumático.

Partí yo, y a los minutos pinché el mio también. Aquí, el culpable:

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Feliz cumpleaños. Metí el spray anti pinchazos, y no funcionó, por tercera o cuarta vez. Nunca me ha funcionado, creo. Alcancé a avanzar un kilómetro antes de que se desinflara nuevamente.

Con Tom botamos la moto sobre el pasto al costado del camino, y sacamos la rueda trasera. Habría que parcharla, sin alternativa.

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Por lo menos nos tocó un día bonito.

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Y con eso, volvimos a Coyhaique. Esa noche pasamos al supermercado e hicimos un banquete de sandwiches en el cuarto del hospedaje de la señora loca. Tomamos cerveza D'Olbek, atentos a la señora, preocupados de que nos pillara, como en el colegio.

A la mañana siguiente, antes de partir, Tom descubrió una sorpresa interesante en el baño. Alguien había dejado una cagada casi artística en la taza, como si se tratara de un concurso de asquerosidades. Nos comentó también sobre sus propiedades adhesivas. Camilo y yo negamos su autoría, por lo que sólo podemos pensar que uno de los israelíes lo dejó en venganza muy sutil para la señora. Nada mal...
 

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La primera mitad de la tarde del martes la dedicamos a distintas actividades necesarias: Camilo vulcanizó su neumático, Tom y yo pasamos un buen tiempo usando internet y respaldando fotos. Yo pasé mis fotos a un CD, vía un computador glacialmente lento, y luego lo envié por Chilexpress a Santiago.

Para cuando partimos, se nos había ido una buena parte del día. Con tristeza dejamos atrás a la señora del hospedaje y nos encaminamos hacia Puerto Río Tranqilo, a orillas del Lago General Carrera.

El tramo inicial del viaje estaba pavimentado, y el camino nos llevó por la Reserva Nacional Cerro Castillo. Un frío como el que no habíamos sentido antes en el viaje, y unas vistas indescriptibles.

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Muertos de frío, paramos en Villa Cerro Castillo, justo antes del fin del pavimento. Aquí, unos churrascos y café con Leche.

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Tom mira a Camilo, pensando.



Y seguimos.

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El bosque muerto, provocado por el arrastre del material volcánico del volcán Hudson en 1992.

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Usualmente tenía una ventaja de un minuto o dos a los demás, y esta vez la aproveché para meterme al río unos centenares de metros. Los otros ni me vieron.

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Pasando por una zona boscosa, me había quedado atrás, y vi las motos de Camilo y Tom paradas. Paré, detuve el motor, e inmediatamente escuché un pito fuerte y rítmico, como el que hacen los camiones al retroceder. Ejém... no tenía idea que estos vehículos tuvieran alarma.

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Por Puerto Murta se nos hizo de noche, y yo me adelanté, para aprovechar la poca luz que quedaba. Mi foco , de sólo 35 W, apuntaba al cielo por el peso en la parte trasera de la moto. Ajustar su posición es tan tedioso que simplemente no lo había hecho.

El tramo final hacia Puerto Río Tranquilo fue hecho en completa oscuridad, a 30 km/h, pasando por zonas de calamina y gravilla suelta, nada agradable, particularmente si no lo detectas hasta que estás andando sobre ella.

Después de un buen tiempo llegué a la entrada del pueblo, y esperé a Camilo y Tom, quienes llegaron unos 10 minutos después. Conseguimos alojamiento, y en cuanto a comida, compramos unas empanadas de pino y manzana (sí, manzana) donde una señora de en frente.

A la mañana siguiente recorrimos 5 km hasta Puerto Mármol, y tomamos un bote hasta las formaciones de mármol que existen en este costado del Lago General Carrera.

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Este hombre ciertamente tiene un aire muy característico. Al parecer Tom y Camilo se lo encontrarin varias veces más.

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Visitamos tres formaciones: La Capilla, La Catedral y las cavernas. Todo se hace en el bote, acercándose hasta poder tocar la piedra, todo muy lento para poder tomar fotos y maniobrar alrededor de las formaciones.

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Encima, plantas y arbustos.

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Por debajo, una superficie genial.

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Terminado el tour, volvimos a la residencial, y partimos nuevamente hacia el Glaciar Exploradores.

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En el camino, esta cascada.

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Y una foto ya casi estándar entre los integrantes del foro Adach que viajan a esta zona.

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Todo comenzó el año pasado, cuando Francisco Rivero, el mismo de los paseos a Laguna Verde, se fue al sur en la AX-1. Esta foto fue particularmente popular en el foro:

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Y este año, Ben Kenobi se tomó la misma, así que Camilo y yo hicimos lo mismo. Como ven, es inevitable que algunas fotos se repitan al hacer este viaje:

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Llegamos a unos km antes del término del camino, el que eventualmente llegará hasta la Bahía Exploradores, a sólo unos 60, 70 km por el Estero Elefantes a la Laguna San Rafael.

Había un cartel ofreciendo un sendero interpretativo. En todo el viaje nos habíamos reído de los senderos interpretativos, pero ahora decidimos ir a ver qué tal.

Resultó que se cobra 2500 por persona para poder acceder a un mirador desde donde se ve el glaciar Exploradores. 2500 por un mirador? Preguntamos a cuánta distancia se llega del glaciar, si se puede acceder a él, etc. Yo casi no voy, por el alto precio.

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El camino avanza por el bosque, y pronto comienza una muy empinada subida.

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La subida termina en una escalada descarada de rocas gigantes, bastante cansador. Al llegar a la parte más alta, esta es la vista hacia el valle de donde veníamos.

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Y hacia el otro lado:

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Camilo y Tom decidieron hacer el tour del Glaciar, de unos 22000 pesos, al día siguiente. Yo decidí no hacerlo, y seguir hasta Villa O'Higgins.

Mientras ellos se encaminaron hacia Puerto Río Tranquilo, yo seguí hasta el final del camino. No sabía qué esperar. Cómo se ve el final de una de las ramas de la Carretera Austral?

Pues ahora lo saben. Así:

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E inmediatamente después del tronco, un riachuelo unos 3 m más abajo, y sotobosque, nada más.

Aquí hay algunas fotos del paseo del día siguiente de Camilo y Tom, el que algunos llaman "Brokeback Glacier".

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El guía, al que tenían a su disposición despótica: eran los únicos en el tour.

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Botas de turismo con crampones...

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Estos gringos, hay que tener cuidado.

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Camilo y Tom se despertaron temprano para ir al Glaciar, y aproveché de levantarme también. Pretendía llegar hasta Cochrane.

Era un día lindo, y el Lago General Carrera lucía su mejor color.

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El camino seguía polvoriento y a ratos sinuoso, pero prefería mil veces hacerlo de día.

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Eventualmente llegué a la desembocadura del Lago General Carrera, y me aparté del camino, hasta la orilla. Sin darme cuenta, entré en arena profunda y seca, y por poco me quedo atorado.

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Pasé por Puerto Bertrand, un minúsculo grupo de casas y residenciales atractivas, a orillas del Lago Bertrand.

Varios km más adelante, iba siguiendo la ruta del Río Baker, del mismo color increíble que el Lago General Carrera, pensando en el calor que hacía (me había puesto la ropa para el frío anticipando lo peor), evitando camionetas manejadas por lunáticos con dinero, cuando noté algo extraño en la sensación del pedal de cambios.

Había un ruido continuo y extraño, y era difícil bajar los cambios. Miré y, desde arriba, vi esto:

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La cubierta del piñón se había salido. Comprendí inmediatamente a qué se debía: unos días antes de partir, había rodado el hilo del perno superior que lo sujeta al motor. Con las vibraciones, se había soltado, soltando también el perno inferior. Estacioné la moto, me saqué la ropa para el frío, porque ya estaba sudando a mares, y retrocedí unos 250 m, buscando algún indicio del perno. Obviamente no lo encontré.

Saqué la cubierta, y el protector de carter que va debajo de él, y los guardé. Ahora, si se me cortaba la cadena, lo más probable es que hiciera de látigo, destrozando la tapa lateral del motor, y una buena parte de lo que hubiera debajo. Pero bueno, había que seguir.

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El camino a Cochrane es hermoso.

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La vegetación es casi como lo que hay más al norte de Santiago; el calor y la sequedad me resultaban familiares y reconfortantes.

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Llegué a Cochrane, y decidí quedarme en la residencial Lat 47 Sur, o algo similar. 8000 pesos la noche, y un ambiente hogareño (y de muy buena residencial) que hacían falta luego de Puerto Río Tranquilo (donde dejé más destrozos en el baño que una estrella de rock drogada al intentar balancearme sobre un pie en el borde de la ducha, para poder colocarme los jeans sin que tocaran el piso mojado). En esta serie de artículos no he hecho muchas recomendaciones, pero este lugar lo recomiendo.

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En el cyber de Cochrane me llegó el email de aceptación a la Universidad de New Mexico, en Albuquerque.

Compré un par de bidones de 5 litros, y los llené. Más peso en la moto, más joda al momento de armar el equipaje. A modo de ilustración: para pasar de una moto desnuda, el equipaje más o menos listo para colocar en la moto y un Paul vestido con ropa de calle, a una moto completamente equipada y lista para rodar, y un Paul con el equipo y blindajes apropiados, pasaba una hora, a veces más. Frustrante, pero no todos podemos optar a los panniers de aluminio.

Conversé con la dueña de la residencial mientras veíamos el Festival de Viña del Mar en una tele grande. Me contaba sobre el bajísimo índice de crimen que existe en Cochrane. Se vive un ambiente especial, al parecer sin grandes divisiones sociales. Predomina el concepto de que se está ahí bajo condiciones difíciles, que en cierta manera todos están poniendo de su parte al poblar la zona, cuando podrían perfectamente ir a vivir a una región con acceso más fácil, clima más suave y mayores oportunidades. Aprendí también sobre las bonificaciones del gobierno para la gente que trabaja en las zonas como estas, aunque no he podido encontrar más información para aportar aquí. Algún lector del Sur que nos quiera contar cómo funciona?

Al día siguiente de haber llegado, partí hacia Villa O'Higgins. Recordé las palabras de Tom, cuando conversábamos en la habitación de Río Tranquilo, tomando vino blanco Hermanos Carrera (de pésima calidad, pero me gustó porque era dulce). No sabía si ir hasta Villa O'Higgins o no, si me daría la bencina, si valía la pena. Bebía de su vaso D'Olbek, el que había comprado para complementar su colección enorme de vasos de cerveza, y que se rompería a la mañana siguiente, al caer desde el velador: "Yo creo que lo vas a hacer. Sí, creo que vas a llegar a Villa O'Higgins". A veces un comentario inocente es el grano de arena que desplaza la balanza definitivamente hacia un lado.

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En el sector de lo que creo es Río Vagabundo, el último tramo en ser completado, me encontré con un huemul.

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Este sector fue el último en ser completado por el Cuerpo Militar del Trabajo, en marzo de 1996. Hubo dos equipos del CMT, que trabajaban desde Puerto Yungay y desde el norte.

Del sitio de vialidad.cl:

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En esta zona 5 soldados perdieron la vida por un deslizamiento de tierra.

Enorme fue mi sorpresa al recibir un mensaje de Luis Alberto Cabezas, un usuario del foro Adach, con nick n3mo. Me contó que él había sido uno de los que trabajaron en el último tramo a ser completado, en Río Vagabundo. De hecho, aquí está él:

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Nos cuenta:
Nos sacabamos la chucha, arriesgábamos la vida a diario. Yo me colgaba en la montaña y me tiraba con cuerda a pulso. Ahi en la roca nos poniamos a perforar con la guagua, colgando, 80° de pendiente, luego cargábamos con explosivos y tronábamos, y saltaba el pedazo de montaña: chocaba contra la de en frente
y caian las rocas al rio vagabundo, rocas del porte de una casa.

En marzo del 96 con una tronadura terminamos de unir el camino en el Río Vagabundo. Íbamos de aquí hacia allá y otros soldados de allá hacia acá rompiendo la roca de la montaña, 200 m en 1 año: eso faltaba. En la ultima tronadura, luego de la explosion, todos corrían al encuentro, y ver el camino hacia el otro lado y los otros soldados... ese fue un hito histórico.

A los dias llego en un puma el tata. Los 15 soldados del Vagabundo –éramos pocos– formados en la cumbre de esa montaña. Fue a darnos la mano a cada uno. Todavía me acuerdo de sus ojos azules. Cuando me pregunto de donde era, respondí "DE LA CISTERNA MI GENERAL!!!!"

De ahí a una celebracion en Puerto Yungay, con corderos al palo. En la ceremonia nuestro comandante termina diciéndole al tata, con la mano en la visera, en saludo militar: "Cumplida su orden que dió hace 20 años, mi general, la de mandar a hacer la carretera". Me acuerdo y se me paran los pelos. Cachai? "Cumplida su orden que dió hace 20 años mi General".

Comenzó a llover. Tenía que llegar antes de las 12:00, porque si no, perdería el transbordo a Río Bravo. Me detuve, y me demoré varios minutos en sacar el traje de lluvia, colocármelo y partir. Comenzó a llover más fuerte. Hacía frío. En la Carretera Austral el barro es algo casi desconocido, por lo que pude mantener una buena velocidad.

No tenía ni tiempo de parar a ver la hora. Simplemente intentaba llegar lo antes posible.

Finalmente llegué a Puerto Yungay, y desde la bajada al "puerto", quedó claro que había llegado demasiado tarde. El punto en el horizonte era la barcaza.

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Llovía, y no había absolutamente nadie. La siguiente salida de la barcaza sería a las 18:00. Eran las 12:11.

En el minúsculo refugio, que se ve al fondo, coloqué la moto, para cortar el viento. La espera sería larga.

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Y aquí se encuentra el hito que conmemora el término del Camino Longitudinal Austral.

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Hacía frío.

Recordé la piel de oveja, y me hice una monopantufla para calentar los pies.

Leí el Turistel de tapa a tapa. Comí algunas cosas que tenía.

Llueve. Sobre el pequeño refugio caen a veces gotas grandes. Aquí, a orillas del lago, no hay nadie. El minúsculo kiosco está cerrado. El campamento Puerto Yungay está en silencio, salvo el ruido de un generador a lo lejos. En el banco de madera al lado mio: mi casco, mi equipo de protección, el Turistel abierto y boca a bajo. La moto comparte conmigo el refugio: cabemos los dos apenas. Será una espera larga.

Llegué a Puerto Yungay unos minutos después del zarpe del transbordador Padre Antonio Roncci, del M. O. P. Dirección de Vialidad. La lluvia, la rampa de embarque, el lago gris, el horizonte sobre el lago apenas distinguible. A lo lejos, un punto anaranjado.
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Unas horas después, comenzaron a llegar vehículos. Uno de ellos era una camioneta, y se aproximaron al refugio. Bajaron la ventana, y saludaron. Algo me preguntaron. Comenzamos a conversar. Habían tenido que arrendar la camioneta en Coyhaique porque su camper se había quedado en pana. Espera... camper? Coyhaique? Eran los mismos! No los reconocí y no me habían reconocido. Conversamos sobre varias cosas. Al parecer él había sido un piloto de rally, y había hecho algunos de los tramos nortinos de la Carretera Austral, por ahí por los noventa.

Después de una larga espera, era hora de embarcar. El transbordo es gratis.


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A ratos llovía, a ratos no. Estibé la moto lo mejor posible, apoyándola contra una pared. El centro de gravedad alto y la suspensión larga eran ingredientes para un buen desastre.

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Sabías que cuando llueve sobre un lago, algunas gotas caen a la superficie y se quedan ahí, como perlitas minúsculas y brillantes? Bueno, yo no. Y eso veo ahora. Las seis horas de espera no se sienten ahora ni muy largas ni muy cortas.

Pienso en el orgullo que deben sentir los del CMT. Miro laderas selváticas y pienso cómo se verían con un camino de penetración serpenteante rodeando sus faldeos.

Se asoma un esbozo de sol, suficiente para producir muy ténues sombras sobre el papel. Huele a churrasco.

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Y por eso el nombre de la barcaza:

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Desembarcamos en Río Bravo. Me esperaban unos 120 km hasta Villa O'Higgins, y ya eran las 7 de la tarde.

Poco tiempo después de comenzar a recorrer, me topé con una cuesta (foto de vialidad.cl)

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Comenzó un chirrido en la cadena, apenas audible sobre el ruido del motor y el camino. Hace un buen tiempo que no aceitaba la cadena. Se me había acabado el lubricante pegajoso PJ1 (black label) que uso normalmente, y había estado aplicando aceite 80W90 exclusivamente. Este aceite retiene menos polvo y porquerías que el lubricante más pegajoso, pero se lava casi de inmediato al pasar por zonas mojadas.

Me detuve, y apliqué las últimas gotas del lubricante que tenía, además de un poco de aceite, con la jeringa. En eso se me fueron otros 10, 15 minutos.

En el camino me bajó una duda sobre mis cálculos de consumo de combustible, y comencé a manejar de la manera más económica posible, que también era extremadamente lenta.

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La última foto de ese día, ya al atardecer.

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Llegué tarde a Villa O'Higgins, alrededor de las 22:30. Di unas vueltas mirando el pueblo, sus casas separadas, su cuadriculado ordenado, sintiéndome feliz de haber llegado por fin. Estaba cansado y con frío.

Busqué un hospedaje, pero nada me atrajo mucho la atención, y lo que me gustó, estaba cerrado, sin señales de vida. Pregunté en un almacén. No, no tenemos cabañas, pero déjeme llamar a una amiga. Lo que sucede, me dijo, es que todos los alojamientos están llenos por la fiesta costumbrista.

Fiesta costumbrista? Suena interesante.

La amiga resultó ser la misma persona a la que le pregunté por alojamiento hace unos minutos, mientras caminaba por la calle. Me ofreció alojamiento por 5000 pesos la noche. Acepté un poco inseguro de cómo sería la casa y la habitación que tenían.

La casa resultó ser de construcción bastante nueva, y sorprendentemente grata. Amplia, por fin de techo alto, azulejos agradables en el suelo, un baño grande, un área de cocina y living también grandes. Fue una grata sorpresa.

Y con eso, me fui a dormir, muy cansado.
 

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Me desperté agradablemente tarde, y desayuné en la cocina. Ahí di con la sorpresa de que la chica que se estaba quedando en la otra habitación conocía a un amigo de hace tiempo, a un tal Fiji. Mundo chico!

En la biblioteca pública había internet gratis. Fue necesario registrarme como usuario de la red de usuarios de internet de las bibliotecas públicas de chile o algo similar. La idea era ofrecer un interfaz integrado, a base de botones, sin posibilidad de confusión o distracción. Nada mal.

Sobre las montañas alrededor del Villa O'Higgins, nubes dispersas, pero sobre el valle, sol! Di unas vueltas por el pueblo, mirando las calles ordenadas, las casas separadas, imaginándome este lugar en invierno. La plaza incluso tiene tramos de sus caminos peatonales bajo techo.

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Del sitio de vialidad.cl, una vista de Villa O'Higgins desde el aire:

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Antes de la llegada del camino, el abastecimiento se hacía desde Argentina, supongo que por vía del lago binacional O'Higgins/San Martín, y la gente llegaba por vía aérea, al aeródromo.

Caminé hacia la Fiesta Costumbrista.

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Música, brisa, gente caminando por aquí y por allá. Al otro lado del camino, los caballos y potros.

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Al son del chamamé, los gauchos chilenos participaban de las competencias.

El primero en montar, según recuerdo, fue un tal Claudio Guzmán, bastante joven. Se mantuvo bien, pero cayó del caballo de espaldas. Lo fueron a ver, se paró, mano en la espalda, y preocupantemente a los dos metros se acostó de nuevo. Un minuto más tarde, luego de haber tenido un círculo de gauchos y otra gente a su alrededor, se paró de nuevo, y hasta le dio para agitar la fusta en el aire. Todo un macho.

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Y los competidores se sucedían uno tras otro, con pausas entre medio. Los anunciaban de VIlla O'Higgins, los anunciaban de Caleta Tortel, los anunciaban de Coyhaique. Pasé un buen tiempo en las graderías, entre familias y visitantes.

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Cada competidor montaba un caballo distinto. Lo traían al trote del otro lado del camino, guiado por dos caballos con jinetes. Con cuidado, era amarrado al poste, y con más cuidado aún, se le cubrían los ojos. Posteriormente se procedía a colocarle la montura especial.

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Y cuando el juez daba el visto bueno, se largaba. Eran unos diez segundos, quizás menos, y luego sonaba la campana. Acudía otro jinete a bajarlo del caballo, a veces con éxito, a veces con dificultades.

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Al fondo, el Glaciar Mosco.

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Hubo un caballo que, al colocarle la venda en los ojos, decidió que todo era demasiado para él en esta vida y se tiró al suelo, permaneciendo inmóvil, casi paralizado. Unas buenas patadas lo levantaron.

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Pasé a los puestos de artesanía y comidas, conversé con la pareja del camper, comí sopaipillas infladas a 100 pesos cada una, deliciosas, probé el peor mote con huesillos que he tomado en mi vida (el mote lo hirvieron en agua sola, y el jugo de los huesillos no bastó para darle sabor), conversé con el creador de unos llaveros de cuerno inscritos con el nombre del pueblo. Resultó ser su hija la que estaba dando vueltas en bici, luciéndose como verdadera biker.

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Miré un rato este juego:



Fui a donde estaban asando una vaca entera desde la noche anterior.

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Todavía no estaba lista. Decidí volver a buscar la moto, para ir a Bahamóndez.

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Y eso hice. Eran apenas 8 km, pero los hice lentamente, para conservar combustible.

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Y llegué! El punto más sureño del Camino Longitudinal Austral, a pesar de que éste oficialmente termina en Puerto Yungay.

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Con esta barcaza se transportan los animales desde distintas partes de la orilla del lago.

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Siguiendo una huella chica, se llega a la central hidroeléctrica, una pequeña turbina.

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Aunque no se ve Villa O'Higgins, se ve el Cerro Santiago, un cerro a sus espaldas, donde se puede pasear.

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Volví a la fiesta, esta vez con la moto. La estacioné, y al corto rato conocí a un inglés residente en canadá, viajando en una KTM Adventure gris, además de una alemana y dos belgas, todos extremandamente simpáticos. Ni bien me senté, el viejito a cargo del asado me ofreció un gran pedazo de carne. "Tóme, sírvase, por favor". No, lo siento, no tengo dinero, le dije. "No, por favor, sírvase". Soy bien particular en cuanto a cómo me gusta la carne, y estaba preocupado de tener que masticar con cara feliz pero suprimiendo arcadas.

Todo lo contrario: era el mejor pedazo de carne asada que he probado en mucho, mucho tiempo. Y ahí, sentado en un tronco, las sombras largas de la tarde, conversando en inglés, castellano y francés, comiendo con mi cortapluma y la mano, sin plato, estaba feliz.

Al rato llegó un borrachín. Todo comenzó porque quería sacarnos una foto con la vaca asada. Estaba tan ebrio que no lograba sacar la foto. Fui a ayudarle, y resultó que 1) Tenía el autofoco en modo macro y 2) Las pilas estaban demasiado descargadas.

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Posteriormente procedió a dar jugo con la alemana. Uno de los belgas, un tipo que viajaba por todo el mundo como coordinador de viajes (con un parecido a Don Jano) era un carbonero de primera. "Pero dile lo que piensas de ella", le decía al borrachín. "Eresh... eresh la másh lingda del–" con lo que me mira a mi y me dice: "Ayyyy pero qué le digo! No puedo creerlo, es una diosa!", y luego, a ella: "Eresh...". Esto se repitió un par de veces.

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"Pero dale un beso!" le grita el belga, carbonero full time.

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Otro salud, otro vino para el amigo. Su cara cambió repentinamente; fue al poste a apoyarse, pensamos que iba a invocar a Guajardo ahí mismo. Pero no, no lo hizo. En vez de eso, se bajó el cierre, y comenzó a orinar erráticamente, salpicando por aquí y por allá.

"Amigos, amigos", dije, invocando a una conferencia cerrada. "La situación es crítica. Nuestro amigo el borrachín gusta mucho de dar la mano y abrazarnos. Tales cosas de ahora en adelante están prohibidas!", señalando discretamente su torpe acto de micturición.

El amigo volvió, con cariño renovado, pero se dio algo parecido a un juego de la pinta entre adultos, todo escapándose del pobre hombre. Con esto, se entristeció, y vino su amigo, levemente menos intoxicado que él, a llevárselo. Se fueron, uno jalando al otro del brazo, el otro arrancando su brazo de la prisión del otro.

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En la noche hubo fiesta! Fiesta en el gimnasio municipal. Fui un rato, miré cómo un viejo y su aprendiz de unos 12 años tocaban unas canciones de chamamé, vi como bailaban los jóvenes con las chiquillas, los maridos con sus mujeres. En las paredes del gimnasio habían murales de unos 3 m de ancho cada uno, hechos en estilo grafiti hip hop (perdonen la ignorancia, pero usando letras indescifrables y personajes lúdicos, infantilizados, y generalmente fumándose un caño), en homenaje a varias instituciones, entre ellas Carabineros de Chile. Hubieran visto la representación del Carabinero en XR que tenían, ya me imagino la cara del oficial invitado a la inauguración de los murales...

Al día siguiente tendría un largo día, así que volví pronto a la casa.
 

Gen1us

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16 Octubre 2012
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Suena el despertador. Hace frío. 7 am. El caballo del vecino sigue masticando pasto, apenas audible.

Suena otra vez el despertador. Corro las cortinas detrás de mi cama. Sigue nublado. Hoy el día será uno largo y cansador: tengo apenas media hora para levantarme, cargar la moto y partir hacia Río Bravo. Ahí tomaré la barcaza hasta Puerto Yungay, y seguiré rumbo al norte, pasando por Caleta Tortel. A levantarse!

Durante mi estadía en la casa, me hice amigo de este perro. Ridículamente paticorto, inicialmente cauteloso y distante, eventualmente se acostumbró a mi presencia y saludos. Me acompañó mientras empacaba.

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La noche anterior la señora que me alojaba había hecho pan amasado, y me invitó a tomar once con ella. Me regaló un par de panes, enormes y pesados, para que tuviera algo que comer en el viaje.

Hacía frío, pero un frío de mañana, aire fresco de un día que recién comienza. Había viento a ratos.

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Fue interesante ver el camino de día, siendo que lo había visto de noche y con lluvia a la ida.

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Hay varios recordatorios de los que perdieron su vida en la construcción del Camino Longitudinal Austral.

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Salí a las 08:20 y llegué a las 10:20, con lluvia y frío. Por primera vez no me puse la parte superior del traje de agua, el chicken suit, y mi chaqueta Polo estuvo formidable.

Por suerte el refugio en Río Bravo, una caseta de 3 por 3 metros, albergaba más del clima que el de Puerto Yungay. Con frío escuché la conversación de uno de dos amigos que venían volviendo de Tierra del Fuego con su camioneta y bote. Contaban cómo a veces bajaban el bote a un fiordo o un río para ir a explorar lo inalcanzable por vía terrestre. Al parecer buscaban comprar un terreno por aquí.

Llegó la barcaza, y subí. El leve oleaje ameritaba una solución más segura que simplemente apoyar la moto contra la pared, y aproveché de usar la cinta que me regaló Tom.

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Llegamos a Puerto Yungay, que se veía completamente distinto con un poco de sol.

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La foto obligatoria con el hito que marca el término del Camino Longitudinal Austral.

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En ese momento vi cómo se acercaban dos motos, eran Martin y Katya, que había conocido en la Copec de Cochrane. En ese momento habíamos conversado, y resultaron ser amigos de Karl Heinz, de Buenos Aires, a quien conocieron en la reunión de Horizons Unlimited en Viedma.

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De ahí en adelante, hubo lluvia y sol intermitente.

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Poco a poco comenzó a mejorar el clima.

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Aquí, camino ya a Caleta Tortel, con sol, pero una gota logró hallar la lente de la cámara, la única en todo el viaje.

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Llegué con sol radiante al estacionamiento de Caleta Tortel. Ahí los visitantes dejan sus vehículos y toman alguna de las pasarelas de madera que hay por aquí y por allá.

Sin sacarme las rodilleras, los pantalones térmicos y cargando mi chaqueta, desaparecí por una de las pasarelas, en la dirección general del mar.

Luego de unos minutos de andar, siempre sobre una pasarela de madera, bien armada y bastante uniforme, pasando una que otra casa, con ramales de la pasarela para acceder a ellas, llegué a un punto alto, desde donde se veía parte de Caleta Tortel.

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Toda movilización se hace en base a estas pasarelas. La única tierra que tocan tus pies es la del estacionamiento, y la arena de la playa, ambos situados en extremos opuestos de la caleta.

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La pasarela principal, a la orilla del mar, sigue el contorno de la costa, con subidas hacia las casas en los cerros, y tiene hasta un pequeño parque de dos o tres bancos, encaramado contra el cerro.

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Lo único moderno que se ve en la caleta son los motores fuera de borda de los botes y las antenas de TV satelital.

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Por ser domingo, quizás, me encontré solamente con tres o cuatro de sus 400 y tantos habitantes. El Turistel había mencionado que aquí todos se saludan al pasar, y no veo cómo podría ser de otra manera, dado que estás obligado a pasar a 30 cm de cada persona con quien te cruces.

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Las nubes a veces tapaban el sol, pero los colores seguían, particularmente el color turquesa del agua.

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Una de las prolongaciones de los cerros hacia el mar no tiene pasarela que le de toda la vuelta, por lo que es necesario subir y pasar entre medio de las casas para poder llegar al otro lado, al "centro".

Durante todo el tiempo que estuve en Caleta Tortel, no pude sacarme de encima la sensación de estar jugando uno de los juegos Myst o Riven.

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La biblioteca de Caleta Tortel, y otro edificio en remodelación.

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Los tramos de pasarela nuevos son inmediatamente aparentes. Aquí, uno acorta camino directamente sobre el agua.

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Habían algunos perros, y la mitad dormía al sol. Los demás se dirigían a algún destino, con ese ademán de leve atraso que tienen los perros al trasladarse.

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Sudado y con calor, eventualmente llegué al otro extremo de Caleta Tortel, a la playa.

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No sé cómo hacía la gente para llegar a la arena antes de esta pasarela. Quizás por bote, quizás caminando sobre la vegetación fangosa.

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Y con eso, fue hora de volver. Llegué a la moto hecho un estofado de motociclista. No olvidemos que llevaba las botas impermeables y esos calcetines que se sueltan y se abultan bajo tus pies. Mientras caminaba, hacía planes para quemar todo par de calcetines que tuviera que fueran de esa marca.

En el estacionamiento me encontré con dos alemanes, también de viaje en moto. Iban cargados ligeramente; me parece que estaban alojando en Cochrane.

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Esa foto merece un zoom:

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Pasé por el hermoso camino al sur de Cochrane, esta vez con más viento.

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Pasé por Cochrane, el tiempo suficiente para cargar bencina. Llamé a Camilo. Le dije que quizás intentaría llegar ese mismo día a Coyhaique.

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Camino hacia Puerto Río Tranquilo hubo viento fuerte, cruzado, que venía del Lago General Carrera, avanzaba sin freno sobre pastos y matorrales, y daba perpendicularmente sobre el camino.

Lo que sucede entonces es lo mismo que en el caso de todo moticiclista viajero: te cagas de susto. El camino tiene generalmente dos huellas usables, a veces tres, pero ninguna más ancha que unos 30 cm, a veces menos. Estas huellas van bordeadas por gravilla suelta, piedras, arena, cualquier cosa que desestabiliza una moto. Al ir en línea recta, a unos 80, 90 km/h, no hay problema, pero apenas sopla una ráfaga, es necesario inclinarse hacia el viento, algo que uno hace automáticamente. Al hacer esto, la moto pivota aproximadamente en torno a su centro de gravedad, un punto que debe estar en alguna región bajo el asiento, cercano al motor. Esto significa que el punto de contacto de las ruedas con el suelo se desplaza lateralmente, acercándose peligrosamente a los bordes de la huella. Si la ráfaga es suficientemente fuerte, no hay opción sino montarse sobre la gravilla y esperar que no suceda nada malo. El ir con una moto cargada sólo empeora la situación, por una parte porque el peso extra hace difícil mantener el control sobre el material suelto, y por otra, porque sube el centro de gravedad, por lo que el desplazamiento lateral del contacto con el suelo, al enfrentar una ráfaga, es mayor.

Y no olvidemos que las ráfagas desaparecen tan rápidamente como aparecieron, dejándote inclinado y sin nada contra qué apoyarse.

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La última foto del día. Más tarde, haría un frío de la puta madre, apenas se pusiera el sol.

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Y termina aquí el relato del día? Al cargar combustible en Río Tranquilo lo consideré. Conocía el pueblo, sabía dónde me podría quedar. Pero significaba también descargar y mañana cargar la moto, pasar por los tediosos rituales de sacar cosas de la mochila, dormir, ducharse, buscar qué comer, empacar las cosas de nuevo. Y gastar más dinero, y perder tiempo.

Así que pasé a un supermercado, compré ramitas, galletas, una bebida. Ese fue mi almuerzo y cena. Me coloqué toda la ropa de frío que tenía, y partí al norte.

El viento aumentó su intensidad. Irónicamente, la noche cayó en precisamente el mismo lugar donde había caído en el viaje al sur, con Camilo y Tom, en Puerto Murta. Mi foco principal, inútil como siempre. 35 W apuntando al cielo, por la flojera (bien fundada) de no ajustar su dirección.

Pronto estaba en la selva. Digo selva, porque la palabra bosque no captura lo denso del follaje, el sotobosque, las nalcas lanzándose al camino, las siluetas enormes de árboles que sobresalen contra las estrellas, la luna tras alguna nube solitaria.

Subiendo una cuesta, comencé a escuchar un chirrido metálico, algo rítmico. Obviamente venía de la cadena. Hice nota mental de buscar un lugar para parar, donde podría aceitar la cadena, aunque la había aceitado en Villa O'Higgins.

Eventualmente di con un puente, un puente sobre un río que rugía, pero el cual estaba completamente fuera de vista por la vegetación. Me detuve ahí por si pasaba otro vehículo, para estar lo más lejos posible del centro del camino.

No niego que daba miedo estar ahí, completamente solo, con ruidos extraños sonando constantemente. Pájaros, animales, los árboles en el viento, insectos. Sólo me saqué los guantes: el casco me lo dejé puesto para no tener que volver a acomodar el cubre-cuello, y además por si tenía que partir apurado (sí, era así de tenebroso).


Aceité la cadena, guardé las cosas en las alforjas (benditas alforjas, benditas ustedes fueron entre todo mi equipaje, por permitirme un acceso rápido a las cosas de uso común), y partí nuevamente.

El polvo por fuera y por dentro de la visera se iluminaba con el reflejo de mi foco sobre el tapabarro delantero, lo que me reducía aún más la visibilidad. La situación se mejoraba si inclinaba levemente hacia atrás la cabeza, lo que tuve que hacer durante varias horas más. Va sin decir que esto no es lo mejor para la comodidad del cuello.

Es difícil comunicar la sensación de estar ahí, de noche, completamente solo, atento a todo ruido de la moto, alternando los pensamientos entre cálculos de hora de llegada y velocidad promedio, y posibles problemas mecánicos y sus consecuencias.

Para hacerse una idea, miren el mini mapa que se encuentra al comienzo del capítulo (es un link a un mapa más grande). Busquen el tramo entre Río Tranquilo y Villa Cerro Castillo. Ven lo que hay a los lados del camino? Precisamente: no hay nada. Durante más de 100 km, nada.

Lento, lento, por mi pésima luz, iba avanzando. Me encontré con un no más de cinco vehículos en todo el viaje. Cuando me adelantaron dos autos, los dos a una velocidad ridícula, me coloqué detrás, intentando aprovechar su luz. Pronto llegamos a una zona de tierra seca, donde el polvo me obligó a retroceder, y a retomar mi ritmo lento.

Pasaban las horas, y estaba cansado y con frío. En estas situaciones, algunos motociclistas comienzan a hacer cosas extrañas. Algunos silban, cuando nunca silban en la vida cotidiana. Otros cantan, por desafinados que sean. Otros hacen cánticos de monje tibetano. Otros inventan una radionovela, de toques lúdicos. Yo hice todo eso, y más. Cualquier cosa con tal de variar la rutina. Si piensan que la privacidad de la ducha fomenta estos arranques, imagínense lo que es la privacidad de un casco, donde lo más cercano a un espectador es un pudú a 30 km de distancia.

La vegetación se hizo menos densa, el camino se hizo más polvoriento y pedregoso. Me estaba acercando a la zona de Cerro Castillo. Ese era el único tramo que me había preocupado antes de partir, porque sabía que lo tendría que hacer de noche. El camino tiene bastante material suelto, y corre un fuerte viento.

Y así fue: el camino ahora era de montaña, con un viento despiadado, y por sobre la ténue luz amarillenta que alcanzaba a iluminar la calamina y gravilla, el ciello, más lleno de estrellas que lo que nunca ha estado, y frente a mi, Cerro Castillo, la luna semi-llena por detrás, y lo más asombroso: nubes formándose en cámara rápida desde los picos y agujas del Cerro Castillo. Me detuve, en el comienzo de una larga bajada, en una ladera del cerro, con apenas pastos cortos y rocas a mi alrededor, el viento tironeando de la moto, de mi casco. A lo lejos, muy lejos, pero ofreciendo un espectáculo enorme, la luna, y las nubes. Fue la vista más espectacular de todo el viaje.

Cuando vi las luces de Villa Cerro Castillo, supe que la parte más difícil del trayecto había terminado. De ahí en adelante el camino estaba pavimentado, y sólo tuve que lidiar con el viento en las planicies al sur de Coyhaique. En total, había recorrido 600 km, 500 de los cuales fueron sobre tierra.

Cuando llegué a Coyhaique, a eso de las 00:40, llamé a Camilo. "Mi nombre es peliiiiigroooooooooooo" le dije, dejando escapar quizás demasiada locura temporal. "Saco de huevas, estás en Coyhaique!" fue su respuesta. Le contesté con una risa de niño travieso que sabe que ha hecho algo que no debía, pero que no lo lamenta ni por si acaso.

Camilo estaba tomando cerveza con los ingleses, que yo conocería al día siguiente, y me indicó que fuera a su residencial, uno con nombre raro en Calle Simpson, más arriba que la desquiciada de la vez pasada.

Llegué, con visiones de camas suaves y duchas calientes bailando en mi cabeza. Busqué un timbre. No había timbre. Toqué la puerta varias veces. Nada. Llamé a Camilo. "No, tienes que entrar por la reja y tocar la otra puerta". Eso hice. Toqué varias veces. Toqué el timbre, que no producía efecto alguno. Escuché como alguien se movía en el piso superior. Esperé unos 10 minutos y decidí marcharme, enfurecido.

Me subí a la moto, la hice partir, y le di un buen par de mangueadas. El que la conoce, sabe cómo suena.

Di vueltas y vueltas, sin poder creer que la tierra prometida de Coyhaique estaba resultando ser una prolongación de la desolación de Cerro Castillo. Eventualmente di con una residencial con luz, y me abrió el dueño. Tenía una habitación atrás, en una casa de dos pisos detrás de la entrada de autos. En el piso inferior, un sofá, una mesa con un cenicero usado, unas sillas, y en la esquina, unas cajas con algunos juguetes, y otras cosas. Era como la última etapa de una mudanza. Me mostró el cuarto, el baño. Perfecto, me quedo. Y eso hice. Tiré todo en el suelo al lado de la cama y me tiré a dormir.

Lo último que pensé antes de quedarme dormido, sintiendo todavía los efectos de Cerro Castillo fue apuesto a que esta casa está embrujada y me voy a despertar con algo profundamente desagradable parado a los pies de mi cama.

Y con eso, me quedé dormido.
 

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16 Octubre 2012
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Desperté en una cama suave, casi demasiado suave: era un catre viejo, hundido en el centro. Anoche, el cráter en el colchón me había albergado contra el frío, acurrucado y seguro. Ahora, de mañana, hacía que me doliera la espalda. Llamé a Camilo por celular desde la cama (las bondades de la tecnología, no?) y coordinamos el día.

Descubrí que se había caído el perno que sostiene el tubo de escape, y que anoche, al guardar el aceite de la cadena, no había cerrado el candado de la alforja. Ahora el candado seguramente yacía abierto al costado del camino, en alguna parte perdida entre Puerto Murta y Villa Cerro Castillo.

Nos juntamos con Camilo, James y Will. Yo necesitaba un perno nuevo y ellos, algunas cosas en Homecenter. Para almorzar, fuimos al Casino de los Bomberos, el mismo lugar donde habíamos ido con Tom. La misma señora, la misma atención pésima, pero buena comida. Francamente, si mañana fuera a llegar al poder un dictador cuyo único vicio fuera el deportar garzones y meseras chilenos, e importar sus símiles argentinos, no me opondría.

Encontré una tienda de pernos en la esquina de la misma cuadra de la residencial. Volví para instalarlo. Había llegado un americano de Montana, quien había ido de pesca, a un río con nombre de rey o emperador. Algo así era. Había pescado un salmón enorme, una hembra. No hablaba casi nada de español, y el dueño de la residencial, un ex-militar que se enorgullecía de su conocimiento de las zonas de pesca y del servicio integral que le ofrecía a sus huéspedes pescadores, tampoco hablaba inglés.

Mientras el americano hacía lo necesario con el salmón, dejando la cagada y media en cuanto al charco de sangre que estaba derramando sobre una de las pocas partes del garaje con suelo de tierra, llegó otro huésped. Echó una mirada al salmón, preguntó dónde había sido pescado, y sentenció: "No, en esta época es mala la carne. Mala. No vale la pena".

Cuando se había ido, y el dueño estaba más o menos lejos, el americano me preguntó qué había dicho el otro. Le conté. Estuvo en silencio un rato, y me comenzó a contar acerca del ciclo de vida del salmón, de cómo el agua fresca es la perdición de los peces de agua salada. "Se caen a pedazos a medida que nadan río arriba para el desove. Literalmente, se les caen pedazos de carne". Indicó el dorso del pez. "Ves esto? La piel cambia de color cuando llevan mucho tiempo en agua fresca". Por el color, el salmón estaba en perfectas condiciones.

Comencé a trabajar en el perno. No quería que se soltara de nuevo, así que decidí hacerle una ranura y atarlo con alambre. Aproveché de pedirle una lima al americano. Tuvimos que ir hasta la camioneta, que se encontraba estacionada afuera. Le abrí el portón corredizo, dado que en una mano tenía un enorme cuchillo, y ambas manos cubiertas de sangre. A la vuelta, intenté portar el alicate multiuso que me había prestado de la manera más amenazante posible. Pasó una pareja de jóvenes, pero ni nos miraron. Parece que esta escena es común en Coyhaique.

Al rato llegó un ciclista suizo. Conversamos un rato. Me llamó la atención su bicicleta: no tenía ni suspensión delantera. El asiento era de cuero duro con remaches de bronce. Creo que intentaba purificar su alma mediante el sacrificio testicular.

Esa noche salimos los 5 a comer una pizza, y vimos cómo Ricky Martin le daba unas buenas punteadas con ropa a una chica morena en el Festival de Viña.

Camilo y yo partimos a la mañana siguiente, después de una búsqueda frustrante de las llaves de su moto, las cuales eventualmente aparecieron dentro de una de las bolsas de basura que envolvía una de sus mochilas.

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En la estación de servicio vi dos Africa Twin cargadas, y me acerqué a saludar. Eran Tom y Christina, quienes estaban dando la vuelta a Sudamérica. Conocían también a Karl Heinz.

Pasamos por la cervecería D'Olbek otra vez, para comprar otro vaso, para reemplazar el que se había roto en Río Tranquilo. Tom le había pedido a Camilo ese favor, y mientras intentábamos infructuosamente de encontrar un lugar donde el vaso no se rompiera o saliera volando en el equipaje de Camilo, maldijo hasta el cansancio al gringo de mierda. Finalmente accedí a llevar yo el vaso en una de las alforjas.

En Villa Mañihuales cargamos combustible y almorzamos en el restorán de Yuseff. En la otra mesa estaba Tom y Christina, pero como no habíamos conversado mucho en la estación de servicio, no interactuamos mayormente. El salmón de Camilo llegó semi crudo. "Imagínate que es sashimi", le dije.

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Poco a poco nos fuimos acercando al Parque Nacional Queulat, y la vegetación comenzó a cambiar.

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Aquí, a unos km de Puyuhuapi.

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Camilo había comprado una caña de pescar colapsable, y tenía ansias de probarla. Lo acompañé al muelle, y volví a confirmar que la pesca no es para mi. En realidad no sé por qué le llaman pesca, si lo que menos se hace es pescar peces. Debería llamarse "intento de pesca" o "ilusiones de que hoy algo morderá el anzuelo" o "soy el arquetipo del optimismo".

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Obviamente nada mordía ahí. Nos habían hablado de otro muelle, cerca de la desembocadura de un río, en las afueras de Puyuhuapi. Camilo tomó la moto, y yo caminé por la orilla del lago.

Ahí Camilo pescó un enorme pez y fue feliz.

No, eso lo inventé. No pescó nada. En vez de eso, guardó la caña, y sacó algunas fotos.

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Estábamos cansados, así que hicimos sopa en el cuarto, y nos dormimos temprano.

Durante la noche, me desperté varias veces con el ruido de la lluvia golpeando la ventana, y las ráfagas de viento.

A la mañana siguiente, seguía lloviendo. Eso significaba tener que empacar bajo la lluvia. Hay pocas cosas más desagradables que eso. Y más tarde, conocería una de esas cosas.

Hora y media más tarde, ambos vestidos con nuestros chicken suits, Camilo con sus guantes de cocina Tulatech, partimos.

Para cuando llegamos a La Junta, tenía las manos empapadas, y hacía frío. Para colmo, el elemento antiempañante de la visera se había separado levemente de ésta, permitiendo la formación de condensación.

Descubrí además, para mi enorme felicidad, que algún tano hijo de puta que trabaja de diseñador de cascos en la fábrica de Nolan, en Italia, tuvo la brillante idea de orientar hacia arriba la toma de aire de ventilación de la visera, con lo que funcionaba también como toma de agua. Esta agua se acumulaba en el interior del casco, y chorreaba luego por la cubierta del mentón, y posteriormente, el cuello del usuario.

En La Junta sólo quería sacarme el casco, guantes, y sentarme un rato a comer algo y quizás tomar un café. Entré en el supermercado de la estación de servicio, y me dirigí al sector donde habían unas 8 sillas de plástico, y una señora caucásica de pie, y dos mochilas sobre dos de las sillas. "Están tomadas estas sillas?" pregunté, colocando ya el casco sobre una. "Sí" fue su respuesta seca y corta. "Todas las sillas están ocupadas?" dije, con el grado de lentitud suficiente como para expresar mi disgusto. "Sí". Vieja del orto. Me fui puteando a buscar un carrito de supermercado donde dejar el casco en alguna posición en la que pudiera drenarse.

Luego de un almuerzo extraño a base de café, galletas, y otras misceláneas, seguimos rumbo a Chaitén.

De la nada, a Camilo se le cruzó un pudú a escasos centímetros delante de la moto, saliendo de las nalcas a un lado del camino, corriendo despavorido con sus patas cortas, y desapareciendo al otro lado del camino.

Más adelante, nos encontramos con trabajos de pavimentación, y tuve dos casi-caídas a causa de la tierra suelta.

En Chaitén Camilo vio las motos de los ingleses, así que decidimos quedarnos en el mismo lugar (un lugar fantástico, lamentablemente, a modo de identificación sólo puedo decir que si bien el cartel anunciaba un hospedaje, el hospedaje en sí se encontraba detrás de otra casa).

Salimos a caminar a orillas del mar.

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Camilo y los chicos volvieron; yo bajé a la playa.

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El transbordador que nos llevaría a Quellón al día siguiente.

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Hace tiempo que no veía una puesta de sol así.

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Estoy colocando algunas palabras entre las fotos para que parezca que hay algo que se puede decir acerca de esta puesta de sol.

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No, no hay nada que se pueda decir. Las fotos lo cuentan tal y como fue.

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Mirando hacia Chaitén desde la playa.

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De cierta manera, este sería el final de un capítulo en el viaje, ya que al día siguiente estaríamos en Chiloé, y el mismo día alojaríamos en el continente nuevamente. Desde este punto en adelante, los paisajes volverían a la normalidad. Dejaríamos atrás los altos cerros cubiertos de vegetación densa y húmeda, los ventisqueros desparramados casualmente por aquí y por allá, los ríos de colores increíbles (no ajuste su monitor, es el Río Baker), y los kilómetros y kilómetros de caminos de tierra.

No podía evitar sentirme un poco nostálgico.

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Gen1us

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Antes de dejar atrás el gran sur continental, hay una historia que queda por contar: las aventuras de Camilo y Tom mientras yo viajaba hacia Villa O'Higgins.

Los dejo con la narración de Camilo.

* * *
El tramo hasta Chile Chico efectivamente fue, como nos habían dicho, uno de los caminos más entretenidos y preciosos de la zona.

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Le pregunté a Tom si acaso tenía suficiente bencina para llegar a Chile Chico. "Claro, son 110 km". Lo miré. "Tom, son como 170 km".

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Paramos en Puerto Guadal para encontrar una manguera y una botella, para que le traspasara bencina a la KLR. Me di cuenta que él no conocía otro método para iniciar el sifón de la bencina sino con succión humana. Me comentó que detestaba hacerlo, porque siempre tragaba un poco. Le dije que como era su moto, le tocaba a él hacerlo. La segunda vez que se atoró le dije que había otra forma, y procedí a hacer de fuelle succionador con la botella en el extremo de la manguera. Después de los 25 minutos que estuvimos traspasando los 4.5 lt que requería la moto, seguimos hacia la plaza, donde vimos un letrero de una ESSO que se había instalado recientemente. Sin comentarios.

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En el camino nos encontramos con dos ingleses, Will y Norm.

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Paramos a tomar una foto, con un viento increíble. "Tom, se te va a caer la moto con el viento", le dije. "No, está bien" dijo él.

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Llegamos a Chile Chico, y encontramos un lugar para pasar la noche. El microclima de la zona es fantástico: un día soleado, y la temperatura era de como 24 ºC, así que nos pusimos shorts, poleras y chalas. Apenas salimos y habíamos avanzado algunos metros, se puso horrible el día e incluso cayeron algunas gotas. El resto del día lo pasaríamos congelados, pero con shorts y la frente en alto.

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Comimos unas empanadas en un lugar que se abría por donde decía salida (fue muy chistoso ver a la gente chocar con la puerta constantemente), y luego encontramos el PEOR lugar de internet del mundo (la tipa no sabía nada), ningún dispositivo se conectaba con nada y era caro, así que fuimos a otro. Increíblemente, era aún peor. Ahí Tom estuvo unas 3 horas tratando de ver su mail, mientras me pasaba todas sus fotos a un archivo Zip (el cual finalmente se corrompió).

Una cosa increíble de Chile Chico es que en la avenida principal tocan, por un sistema de altoparlantes, baladas romanticonas TODO el día. Tom no podía creerlo.

Más tarde volvimos a la residencial, para darnos cuenta que había una camioneta donde antes había estado mi moto. Le pregunté al dueño y me dijo que no la había movido. Nota del editor: Vivan las negaciones ridículamente descaradas!

Al día siguiente, al estar cargando la moto, se cayó, sufriendo el mayor daño de todo el viaje: raspones en el top case y en las protecciones.

Después de pasar la aduana chilena sin problemas llegamos a la argentina. Cuando me pidieron los papeles, me dijeron "le falta el seguro". Se me había olvidado, así que le dije que tenía razón y que sólo estaba de paso, para volver a Chile el mismo día. Cuando me insistió que lo necesitaba le dije que lo compraría si me indicaba donde. "Chile Chico" fue la respuesta. "¿Ustedes exigen el seguro y no lo venden?". De vuelta a Chile Chico.

No quise volver a hacer el trámite en aduana chilena (entrar al país para volver a salir), así que pasé por policía internacional a unos 130 Km/h, compré el seguro en un supermercado (después de que me aseguraran que mi moto, por ser Suzuki, debía pagar como auto, "porque Suzuki es una marca de auto"... viva la ignorancia).

Cuando volví a la aduana me preguntaron si había sido yo el que unos minutos antes había pasado de vuelta a Chile. No quería más complicaciones así que les dije que era más fácil hacer el trámite una sola vez. Extrañamente, la persona se rió y no me dijo nada.
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Unas empanadas y fotos en Los Antiguos, y seguimos hasta Perito Moreno por el camino pavimentado. Ahí compramos "lubricante especial para cadenas", una copia de WD40 que se llamaba W80. Era lo único que pudimos encontrar en el pueblo.

Tom buscó alojamiento (el camping municipal, que debe haber salido como $500) y después de cargar 21.97 lt en la V-Strom (estaba seca para cargar la mayor cantidad de bencina barata, a $278 el litro), me despedí de Tom.

Pregunté qué camino era mejor para llegar de vuelta a Chile. Me indicaron uno que pasaba por Río Mayo, pero vi uno más directo, por Portezuelo, y pregunté qué tal. Me dijeron que en general estaba bueno, y partí.

El camino atravesaba la pampa, pura y simple, con más viento que el que he sentido en todo el viaje. Algunos tramos permitían una velocidad de 100 km/h, otros menos.

Pronto llegué al inicio del tramo por donde había pasado ese día una niveladora, y fue el fin de la conducción tranquila y entretenida.

Paré para intentar tomar una foto, pero el viento me botó al estar casi detenido. Estuve 20 minutos tratando de parar la moto, hasta que pasó el primer auto que vi desde que partí. Volvían de Chile Chico a Coyhaique, y me ayudaron a parar la moto.

No había ninguna huella compacta en todo el camino, todo estaba suelto, y el viento hacía extremadamente difícil la conducción.

El paisaje era espectacular, pero con el sol de frente no se veía casi nada. Comenzó a hacerse tarde, y me preocupé de que cerraran la aduana Argentina, con lo que tendría que volver, de noche, por el mismo camino. En una curva en subida, donde había más piedras sueltas que lo común, aconsejable y racional, tuve mi segunda caída. Por suerte iba pasando el segundo y último auto que vería ese día, y me ayudó a pararla. Eso fue a las 21:00.

Llamé a mi casa, para ver si podían llamar a la aduana chilena y preguntar por la hora de cierre, pero no pudieron. Llegué a la aduana argentina y les dije que me llamaba la atención la poca cantidad de vehículos que pasan por ahí. Me dijeron, en un argentino inconfundible, "No, pasan bastantes, hay días en que pasan de 5 a 8 autos".

Partí nuevamente, bajo el supuesto que la aduana chilena estaba cerca.

En el décimo kilómetro del tramo titulado "Y dónde cresta está la aduana chilena?", tuve una caída fea en otra subida de piedra, dado que, al pasar la aduana argentina, todo estaba mucho más suelto y lleno de piedras.

Ya de noche, sabiendo que había sido el último en pasar por la aduana argentina, sin fuerzas ni para intentar parar la moto (había caído de la manera más problemática posible, con las ruedas cuesta arriba), comencé a sacar el chaleco reflectante y a abrigarme, porque comenzaba a hacer muchísimo frío.

Dispuse varias cosas alrededor de la moto, la cual yacía en la mitad de la vía, para que fuera más visible y para que no lo fuera a pisar algún animal, y comencé a planificar la puesta de la carpa. No había un sólo lugar donde ponerla, pero sabía que tenía que hacerlo.

Después de un descanso de 20 minutos, vi unas luces a lo lejos, desde el lado Chileno. Comencé a agitar las manos con el celular como linterna, para que me vieran antes de chocar con la moto. Eran los Carabineros; el último auto había comentado por casualidad que venía una moto detrás de ellos, y al pasar el tiempo sin señales de ésta, decidieron salir a investigar.

Querían subir la moto a la camioneta, pero al tomarle el peso al pararla, desistieron. Echamos todo el equipaje en la camioneta, y se fueron detrás mio, iluminando el camino. Por mientras, llamaron a la central para que tuvieran café, galletas y agua (estaba extremadamente cansado).

Cuando por fin llegamos, al cabo de 10 km de derrapes y casi caídas, tomé el café y descansé, habrán sido las 23:30. Todo estaba cerrado en la aduana, pero me dijeron que les dejara los papeles y ellos hacían el trámite de ingreso.

Me recomendaron no seguir hasta Coyhaique, y ofrecieron buscar una recidencial o alojamiento. Llamaron por teléfono a las residenciales, todas cerradas ya, hasta que dieron con una. Le indicaron a la dueña que venía un motociclista extremadamente cansado, así que al llegar, vi como correteaba a un huésped de una de las habitaciones en el primer piso, para que yo no tuviera que subir las escaleras! Esa noche me quedé viendo el festival; necesitaba desconectarme.

Estos son los Carabineros, y les estoy profundamente agradecido por su ayuda.

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Al otro día, fue un muy sencillo viaje a Coyhaique, con bellos paisajes de Cerro Castillo (a la ida había sido algo oscuro y nublado y a la vuelta, con sol, era nada que ver).

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En Coyhaique me encontré con los ingleses: mientras yo había salido a caminar, al segundo día, ellos se habían instalado en el mismo lugar donde estaba yo. Ahí vi el horrendo espectáculo de lo que implica cambiar la cadena (endless) de una BMW F650 GS.

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Comentario aparte merece la preparación (quizás en exceso) de Will y Norm: andaban en sus motos con 2 llaves de torque y un cubre pisos para hacer labores de mecánica, entre otros. Debido a que en Inglaterra llevas la moto al servicio (y te pasan una CBR 600 mientras arreglan la tuya) es que les faltaban conocimientos en "mecánica de precisión chilena", así que después de conseguir la autorización de BMW UK, le pegamos un mazaso al perno atascado, previo baño en WD40 (cosa que les sugerí desde un principio). Finalmente salió, con el uso de 5 martillos y 5 fierros.

Y esa noche me llamó Paul, pasada la medianoche. Había hecho el camino desde Villa O'Higgins en un día, y su cordura parecía haber sufrido por tantos km andando a solas y de noche, en medio de la nada.
 

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Nos levantamos temprano para tomar el transbordador a Quellón, el que habíamos decidido reservar con anticipación por internet, luego del casi-fiasco en Hornopirén.

La rampa de embarcación nos tenía una sorpresa: la mayor cantidad de motos que vimos juntas en todo el viaje. La mia, la de Camilo, una pareja de americanos de California (con stickers de Tool y Ministry en los panniers), un personaje en una CRF-450 (más sobre él después), y un grupo chileno de dos Transalp, una Varadero y una BMW.

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Por suerte no llovía. Mirando desde la popa, me despedí de Chaitén, y el gran sur chileno.

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Abordo conversamos un poco con distintas personas. El de la CRF era un americano, bioquímico, al parecer en vías de hacer su segundo postdoc. Hablaba en perfecto argentino, gracias, según nos dijo, a los 5 años que vivió en Bariloche con su novia, más el tiempo que ella pasó en los US. Nos contó que había dejado atrás un trabajo de investigación en el laboratorio bastante bueno, y no sabía si quería volver.

Nos mostró su máquina. Con un amigo de la Universidad de Texas, habían fabricado un estanque de 22 litros, siendo que la de fábrica de la CRF, según él, rondaba los 5. Además, había comprado un foco gigantesco, el que había montado en un armazón también fabricado por él. Me contó acerca de las largas horas que pasaba en el laboratorio, mirando y mirando páginas de accesorios y mejoras para la moto. Estuvo así un año: comprando cosas, instalándolas, comprando más cosas.

No tengo muy claro qué recorrido estaba haciendo, pero sí estaba haciéndolo rápido, y en tramos enormes. Su equipaje? Una mochila mediana. Sin parrilla, sin alforjas, nada. Había dejado casi todo, incluyendo sus herramientas, con un conocido en Puerto Montt.

A los 5 minutos de zarpar, lo escuché putear y reputear. Pensó que le habían vendido un boleto a Puerto Montt, no a Quellón. Se quería cortar un huevo. Quería llegar a Puerto Montt, para eventualmente llegar a Osorno, a Moto Aventura. Tenía un problema con la rueda trasera. Había escuchado que eran el mejor y más completo taller del sur, y estaba seguro de requerir sus servicios.

Le pedí que me mostrara la rueda. Me dijo que tenía un juego, que era bastante notorio sobre asfalto. Y serán los rodamientos, quizás, comentó. Le indiqué que la levantara sobre la pata. Cómo, que la levante?! respondió, con cara de dejáte de joder. No, no: así. Y le mostré como usar la rueda delantera, frenada, y la pata de apoyo, para poder levantar la rueda trasera del suelo.

Efectivamente, la rueda trasera tenía un juego horrible, de un cm a la altura del aro. Noté que al moverse, los rayos entraban y salían de la masa central. Un caballero que estaba presenciando esto dijo: son los rayos, simplemente se te soltaron los rayos. Así que fue por una llave inglesa, y los ajustaron en 10 minutos.
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En el trayecto conocí a una chica alemana, y estuvimos conversando en la sala de pasajeros, la que se encontraba en uno de los niveles más altos del transbordador, sentados en sillas tipo bus.

Por primera vez en mi vida, comencé a sentirme mareado por el vaivén del barco. Cerré los ojos, esperando que no pasara a mayores. Era casi imposible dormir, dado que el altoparlante usado seguramente para anuncios y demases, emitió durante todo el viaje un chirrido de la puta madre, un ruido horrendo, que se sobreponía al zumbido de los motores, y otro ruido insoportable de vibración de algún panel suelto. Cosas tan simples de solucionar, pero que se dejaban así, sin cambios. Tres puntos menos para la Naviera Austral, pierde un turno, vuelva al inicio.

El mareo no pasó a mayores, pero tuve que salir a cubierta, por aire fresco y para mirar el horizonte.

Llegamos a Quellón. Aquí, una foto de Julius en su CRF.


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Un atochamiento de motos.

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Un vistazo rápido antes de abandonar el muelle.

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Fuimos a comer a una cocinería con Julius y Camilo. Nos contó que había intentado ingresar dos pistolas junto con la moto, en el container, pero que no se lo permitieron, y que se sentía desnudo sin ellas. Uno nunca sabe, le comentó a Camilo. Hay que tener alguna ventaja, uno nunca sabe.

Nos despedimos, y decidimos bajar al sur unos 5 km, hasta el término de la Ruta 5.

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Y el resto de las fotos de Chiloé? Qué pasó?

Pues simplemente que no paramos en casi ningún lugar. Después de la desolación y la majestuosidad de los paisajes del gran sur, los cerros de montaña rusa y las casitas de Chiloé no encajaban con nuestro estado mental. Paramos en Castro, pero la plaza estaba siendo remodelada, por lo que no había un buen ángulo para sacarle una foto a la iglesia. Además, el tráfico, la gente, el ruido, y un estómago todavía revuelto me quitaron todas las ganas de detenerme a conocer. A modo de concesión, si quieren ver un viaje en moto por Chiloé, les dejo la página de Casi.

Llegamos a Chacao al atardecer, y nos dirigimos directamente a la cabeza de la enorme cola de vehículos. Esto funciona sorprendentemente bien: Los primeros vehículos no se quedarán abajo por tu presencia, luego no se enojan. Los de más atrás, están demasiado lejos como para decirte algo. Al embarcar, todos los que embarcaron están felices, y no te dirán nada, porque lograron embarcar. Los demás, que posiblemente están enojados contigo, se han quedado en la orilla. De todas maneras, nos colocaron en un espacio muerto, que no habría sido usado.

No vimos más que un par de toninas, a lo lejos. Sí uno o dos lobos de mar.

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Fue extraño: zarpamos de una rampa, y atracamos en otra, unos 100 m al este, donde se subieron más vehículos.

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Es impresionante ver el flujo constante de barcazas que cruzan el Canal de Chacao.

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A lo lejos, algo que había esperado ver con anticipación: el cable (uno solo) que abastece de energía a la isla de Chiloé, según aprendí en el Turistel Sur, al esperar en el refugio de Puerto Yungay.

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"Y si seguimos hasta Puerto Varas, en vez de parar en Puerto Montt otra vez?", le pregunté a Camilo. Y eso hicimos.

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Llegamos bastante tarde, encontramos una residencial en una zona bastante fea. Esa noche, Camilo fue al casino, y yo me junté con una amiga.

Me sentía un poco incómodo. Me había acostumbrado a los pueblos minúsculos, a los cientos de km sin construcciones, o, en su defecto, a ciudades donde el entorno es como para no creerlo. Pero bueno, había que volver, y todavía quedaba la zona de los lagos más al norte. Quizás volvería a sentirme a gusto en estos entornos, y quizás me quedaría a acampar en alguna parte.
 

Gen1us

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Camilo y yo habíamos acordado separarnos esa mañana, para que él pudiera aprovechar su velocidad mayor en la carretera, y por si quería detenerse a pescar un rato. Nos despedimos, y recorrí los 20 metros hasta la YPF a la entrada de Puerto Varas. Fui al Redbanc a sacar dinero.

> 20000 <

Lamentablemente no es posible entregarle el monto solicitado. Vuelva a intentar de nuevo con otro monto.

> 10000 <
Lamentablemente no es posible entregarle el monto solicitado. Vuelva a intentar de nuevo con otro monto.
> 5000 < Lamentablemente no es posible entregarle el monto solicitado. Vuelva a intentar de nuevo con otro monto.

> Consulta de Saldo <

Su saldo total es de: 287 pesos.

Well, fuck.

Hola, Camilo? Saliste ya? Erm... tú podrías prestarme un poco de dinero?

Con eso, nuestra separación se postergó.

Era un día hermoso, y me sorprendió la cantidad de lugares para entretenerse y comer al costado del camino que bordea el lago Llanquihue.

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Decidí subir al Volcán Osorno, y Camilo siguió hasta los Saltos del Petrohué.

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A la subida, un bosque , y después nada más que arena volcánica y corridas de lava. Desde el centro de ski miré la vista unos segundos, y bajé nuevamente.

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Habré recorrido un par de km hacia los Saltos del Petrohué, cuando me topé con Camilo, que venía de frente. Qué tal es?, le pregunté. Hm, nada espectacular. Un par de fotos lindas, sería todo.

Lo pensé: dejaría de lado los famosos Saltos del Petrohué, con formaciones de lava que canalizan el agua en formas hermosas e interesantes? Cometería el sacrilegio de dejar algo sin visitar?

Pico en el ojo, como dice Camilo. Si la vista desde el volcán no me provocó nada, menos lo haría otra cascada más. Mejor dejarlo para otro día.

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Así que se aplazó aún más nuestra separación. Seguimos dando la vuelta al lago Llanquihue, extrañamente otra vez rodando juntos sobre un camino de tierra, pero éste sí que sería el último tramo de tierra en todo el viaje.

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Aquí, Camilo hace una danza interpretativa titulada "Soy el volcán. Soy el volcán!"

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Pasamos a Osorno a cargar combustible. Hace rato que tenía puestos los tapones de oídos para el ruido, algo que me fue completamente indispensable para los tramos de asfalto en la moto. Bien, bien adentro, de tal manera que a 100 km/h, el ruido obsceno de la XR no es más que un ronroneo, y tu respiración es lo que domina el espectro auditivo. Así, aislado, como astronauta casi, entraba en un estado semi-desconectado. Alerta y atento, pero con una sensación de irrealidad. La primera vez que usé los tapones, a la ida, el efecto persistió aún cuando paramos a comer algo en una YPF. Incluso Camilo me preguntó si algo me pasaba, era tal mi mirada hacia la distancia.

En este estado entramos a Osorno, y el cargar combustible fue algo mecánico, algo que se hace con impaciencia por volver a avanzar. Y quizás era ese el cambio que había ocurrido: habíamos entrado, sin saberlo, en la modalidad del regreso, de la autopista, de cubrir cientos de kilómetros en el menor tiempo posible. Me pregunté si había sido una transición reversible. Todo indicaba que no.

Decidimos parar en Valdivia, por último para conocer. Mientras esperábamos en la cola de espera para un banderero eterno, concordamos que todos decían que Valdivia es una de las ciudades más lindas de Chile. Será pues.

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Aburrimiento.

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Finalmente avanzamos, y llegamos a Valdivia, entrando por un largo camino, similar a Irarrázabal en Santiago, pero más ancho. Seguramente lo lindo estaría más adelante.

El alter ego de Irarrázabal continuó eternamente, hasta que llegamos a la costanera. Ah, sí. Río, barcos atracados, uno que otro puente, un malecón, bien. Paramos al final de la costanera, y Camilo, sin poder aguantar un minuto más, fue a orinar detrás de un edificio de aspecto moderno. Volvió con cara de no-alivio. "Creo que no sería buena idea mear el edificio de tribunales" dijo, mientras se dirigía en busca de un baño.

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De ahí en adelante, dimos varias vueltas grandes, nos perdimos, y finalmente nos alojamos en el Hostal Prat, a 11000 por cabeza la noche, por cansancio y por no tener ganas de alojar en un sector como el de Puerto Varas, de la noche anterior. Por lo menos era con desayuno, y había un lugar seguro para dejar las motos.

Salimos a buscar algo de comer. Algo nihilista se apoderó de nosotros, y como si fuera por re-afirmar la diferencia entre el gran sur y esta ciudad, comimos en el McDonalds.

Era viernes. Veamos si podemos terminar el viaje con alguna actividad citadina interesante, me dije, dado que era claro ya que habíamos pasado un punto de inflexión en el viaje, algo que sucedió quizás al llegar a Quellón.

Salimos a buscar algo qué hacer. Nos perdimos varias veces. Nuestras vueltas nos llevaron por sectores que recordaban Viña del Mar, pero las zonas anónimas al este de Av. Libertad, algunas partes cercanas al Barrio Brazil, algunas áreas aledañas justamente a Irarrázabal. La ciudad más linda de Chile? Las pelotas que es la ciudad más linda de Chile.

Le preguntamos a una pareja si había un sector con lugares para ir a entretenerse, dado que habíamos encontrado uno, pero al detenernos al frente, se había aproximado un personaje poco agradable, quien nos dijo sh' uté tienen que ir pal otro local, queda a unas cuadras, yo cuido autos allá, yo les cuido las motitos, tienen que puro ir. Eso había eliminado de plano a ambos lugares.

Nos indicaron una calle, y para llegar, nos perdimos de nuevo, y vimos más de Valdivia de noche. Resultó ser algo así como una mini calle Suecia, con varios locales a lo largo. Dejamos las motos temporalmente en la vereda, Camilo con el equipaje completo todavía sobre la moto, por no querer tener que re-empacar al día siguiente, y dimos unas vueltas para mirar. Nada nos atraía de sobremanera.

En eso, pasaron los Carabineros, quienes dijeron simplemente que las motos ahí serían robadas, y que, además, estaban mal estacionadas.

Decidimos volver para dejarlas en el Hostal. Eso hicimos, y nos fuimos caminando de vuelta.

Cuento corto, entramos a un lugar, y estaba lleno de chicos y chicas de 18, 19. "Hay olor a leche", dijo Camilo. Dado que parecíamos padres que habían venido a buscar a sus hijos, hicimos lo único que se podía hacer, y bebimos.

Saturados, nos largamos, y encontramos una billetera sin dinero en la acera. Preguntamos por la comisaría más cercana, dado que tenía los documentos todavía en su interior. Con una trayectoria levemente oscilante llegamos, y aguantando la respiración, hicimos entrega de la billetera.

La vuelta al hostal fue larga, porque nos perdimos de nuevo.

Al día siguiente Camilo fue a Niebla, por recorrer, y por ver si encontraba algún río de dónde pescar. Yo me encaminé directamente hacia el norte. Tenía claro que el encanto del viaje se había acabado, y ahora no quedaba más que volver a casa.

No recuerdo en qué momento fue, pero en algún punto decidí llegar ese mismo día a Santiago.

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Los 843 km que recorrí ese día transcurrieron sin eventos de mayor interés, salvo que me topé con Camilo en una estación de servicio; que calculé mal, y tuve que entrar a un hoyo de pueblo llamado Mulchen a conseguir bencina, donde un tipo me pidió dinero por haberme dicho cómo encontrar la Copec del pueblo; que me tomé un mote con huesillos donde "El Rey del Mote Con Huesillos", el cual estaba levemente ácido y me revolvió el estómago.

Llegué pasada la medianoche, con la cabeza zumbando, y con esa sensación de lo irreal, no sólo por los tapones de oídos, sino por todo lo visto y vivido. Estaba realmente en Santiago? Se acabó el viaje?

* * *
Despierto. Abro los ojos. Aire fresco entra por la ventana. Sol! Entra sol al cuarto. Eso significa que hoy será un buen día para andar. Habrán buenas fotos. Pero dónde estoy? Este es mi cuarto. Estoy en mi cuarto.

Se terminó el viaje.


Fin.
 

Rudel

Overclockero retirado.
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Bonito viaje ... recorrer la carretera austral es una de las pocas aventuras reales que van quedando en los caminos de Chile :) ... yo tuve la fortuna de recorrer una gran parte en mi auto en Marzo del 2013, y encantado repetiría el viaje si tuviera los $$$

¿en que fecha habrá sido este viaje en moto? ... tiene pinta de fines de marzo, por toda la lluvia que les tocó

Salu2.
 

Oveja Negra

Lagartija de Exportación
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23 Abril 2006
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Juas, éste debe ser el topic más épico de C9 :xd, las miré a la rápida porque ahora voy saliendo, pero no creo haber visto ni una solo foto mala, todas hermosas.

Más rato leo la historia con calma y disfruto los paisajes.

:idolo
PD: Uta que es lindo Chile, wn :cry
 

Gen1us

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Acabo de leer toda la historia, comencé ayer en la mañana.

Lo encuentro un viaje increíble, pretendo realizar esa travesía algún día, de a poco estoy comprando el equipamiento.
 

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Old School Gamer
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11 Agosto 2015
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que buena aventura, me dieron ganas de tener una moto para ir a recorrer el magico sur, me demore bastante en terminar de leer, pero como decian, ninguna foto es mala, que ganas de conocer coyhaique
 

Sago7

Tibetan Mod
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5 Julio 2006
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Siempre pensé en andar en la carretera Austral en bici, pero al perecer en moto se disfruta mas. Solo se puede hacer en vehículos 4x4?.
Tremendo relato. Me gustó.

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ayn

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Excelente relato, excelente viaje, algún día me encantaría hacer algo así, que fotos más espectaculares!.

Saludos!


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nibal2

pajarón nuevo
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15 Junio 2007
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Siempre pensé en andar en la carretera Austral en bici, pero al perecer en moto se disfruta mas. Solo se puede hacer en vehículos 4x4?.
Tremendo relato. Me gustó.

A estas alturas cualquier vehículo puede hacer el viaje. Obviamente en uno preparado para ese tipo de caminos (4x4 o una moto off-road) se puede hacer más rápido y cómodo.

Ya había leído ese blog, hace un par de años que planeo hacer esa ruta. El texto y las fotos te llaman a hacer ese viaje.
 
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